Las malas madres
Hay por ahí un blog que se llama así y donde acabé en las visitas nocturnas al mundo blogosfera. La verdad es que yo no sé si soy una mala madre, pero sí sé que tampoco estoy nada satisfecha con mi performance y me acuesto llorando la mitad de los días. Y no me cuenten que es la menopausia que servidora no presenta síntomas y la histeria sólo es un rasgo esencial de su carácter tantos años reprimido.
La verdad es que no llego a nada. Llego tarde, mal y a rastras a todo lo que me propongo y casi siempre ante las malas caras de mis compañeros (por irme a mi hora), de la Marmota (por no llegar pronto) y de la prole, que espera que cuando llegue me ponga a jugar y no a pegar gritos.
Vaya por delante que no pierdo un médico ni una tutoría, y que preparo amorosamente uniformes y regalos de cumpleaños para el mentecato de turno que celebra su aniversario como si fueran los 50. No voy a comidas de madres porque trabajo en el culo del mundo y no tengo modo de llegar, pero planifico y reviso la agenda con todo el primor que puedo.
Pero no acierto. Mi hija tiene que ir vestida de amarillo ¡¡¡de amarillo en un teatro!!! ¡¡¡Quién habrá sido el ignorante ocurrente!!! Y me he recorrido cuatro tiendas buscando modelito aplicable al resto del verano para encontrarme a una desencantada con el ceño arrugado porque el modelo no le termina de gustar. No acierto en nada, casi nunca, y me temo que esto no es de ensayo y error.
Yo no sé si soy una mala madre, pero no soy ya una empleada ejemplar, porque salgo pitando a mi hora y se me saltan las lágrimas cuando me ponen una reunión a partir de las 18 horas. Tampoco soy una amiga ejemplar porque no quedo con nadie hace meses, o llamo por teléfono a las 8:50 esperando que mi amiga se encuentre en circunstancias parecidas. Diez minutos de spot para hablar con alguien que tampoco tiene otro rato porque probablemente se encuentra en la misma trapisonda mañanera.
Tampoco soy ya una voraz lectora, ni una estudiante perpetua, ni tengo tiempo para preparar fichas sobre cosas y personas, entretenimiento que siempre me ha distraído mucho.
Tampoco viajo, porque dónde vas con tanto trasto y, menos mal que el mundo no se mueve, ni voy a exposiciones, ni a conciertos, dos operas al año, un Pink Martini, un Rufus si se deja caer en Madrid, y el de la Fundación del Colegio, que a ese hay que ir, que ya decían en mi Colegio Mayor «hay que participar de la vida colegial».
De lo que era yo, ni rastro. Bueno, sí, la ropa, que es la misma desde hace ocho años y dando gracias por no haber cambiado de talla. No sé si soy una mala madre, pero soy mí peor yo.
No es este llanto siquiera original. Se empeñan en que aprendan los niños chino y lo último que querría es vivir o trabajar como ellos. A destajo y envenenados.
«Cuánto habéis luchado por tener esto que tenéis» reflexiona mi padre, no sé si lamentándose de lo que ve o entristecido por lo que no ve, pero se imagina.
Ya sé yo que no se puede tener todo. No se puede y además no se va a poder nunca, porque en el trabajo o estás dentro o estás fuera y la historia del paro ya me la sé. A lo mejor tenía que haberme quedado haciendo panadería, curso que hice por error de inscripción estando en el paro y que tampoco tiene mejor horario, o haberme preparado las dichosas oposiciones en las que tanto insistía mi madre, pero al próximo que me diga que tengo que relajarme y buscar tiempo para mí, le atizo un guantazo con los mitones que me he comprado para no tocar la barra del metro, que cualquier día muero de un ataque de asco aplastada por las masas.
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