Guerra de Divisas, ¿un peligro para las exportaciones europeas? (I)

David de Bedoya Azorín-Albiñana
Estamos acostumbrados a que las devaluaciones supongan una desventaja competitiva para el país importador. Al cabo, la apreciación relativa de su moneda vuelve sus productos más caros y los agentes económicos extranjeros deciden consumir más bienes producidos internamente. Sin embargo, este análisis peca de simplista e, incluso, de falta de adecuación con un mercado globalizado, flexible y rápido como en el que nos desenvolvemos hoy en día.
Este serial, que analizará la guerra de divisas actual desde la óptica de la teoría del capital y de la teoría monetaria con base austríaca, viene motivado tras las publicación de una serie de artículos que durante el último mes he escrito para diversos medios. Recomiendo la lectura de los mismos para comprender de dónde viene la necesidad de reflexionar, a nivel teórico, sobre la guerra de divisas actual y las discusiones que, entre reputados economistas, está generando este tema:
1) La lenta dinámica del capital productivo español
2) Un análisis coyuntural del saldo neto de exportaciones
3) Inflación, desempleo y déficit fiscal
4) ¿Cómo afecta la Ley de Say a la balanza comercial?
Para resolver los debates que hay abiertos al respecto en la comunidad científica, comenzaremos analizando desde una perspectiva monetaria el concepto de guerra de divisas, continuaremos vinculándola a la teoría del capital y la aplicación de esta teoría del capital a la situación española actual. Finalmente, acabaremos concluyendo que las medidas de política monetaria actuales en el seno de la guerra de divisas en la que nos encontramos inmersos son inocuas de cara a las exportaciones de los países afectados si dichos países cuentan con una movilidad de capitales perfecta y un mercado lo suficientemente dinámico como para, en poco tiempo, ajustar su estructura (tanto la financiera como la productiva) a los cambios que vienen del exterior. Empero, las distorsiones que la guerra de divisas provocan a los países inmersos en ella (fruto de la pérdida de valor de la divisa) perduran en el sistema generando potenciales peligros para la economía.
En primer lugar, debemos comenzar explicando qué implica una guerra de divisas y por qué siempre ha causado gran temor entre los agentes económicos. Podemos establecer un símil entre una guerra de divisas y una guerra de precios que se lleve a cabo entre dos compañías. Una empresa decide bajar los precios de sus productos para atraer más clientela. Al observar este comportamiento, la empresa de la competencia hace lo propio, protegiendo su cuota de mercado. En éste momento, ambas compañías tratarán de aguantar lo máximo posible la rebaja del precio (que puede ser estén fijando un precio por debajo del coste unitario) hasta acabar arrebatándole cuota de mercado a la otra compañía.
Pues bien, la guerra de divisas se desarrolla de la misma manera. Una economía en su conjunto decide abaratar todos sus bienes para aumentar sus ventas (sus exportaciones) y el resto de economías, para proteger sus productos, hacen lo propio. El problema viene porque no es un análisis de coste/beneficio el que se realiza en esta ocasión. Además, la rebaja que se realiza de los bienes patrios, una vez concluye la pugna entre las divisas, no vuelve a su precio original; quedándose la distorsión en la economía ad eternum – aunque el propio dinamismo del mercado la haya corregido, la pérdida de valor de la divisa es irrevocable.
¿Cómo se realiza esta rebaja del precio? Esta rebaja del precio de los bienes patrios se realiza a través de una devaluación o depreciación. La teoría económica dominante suele defender la devaluación o depreciación de la moneda como salida de la crisis. Las tres razones que se esgrimen a tal fin son las siguientes: 1) Una devaluación o depreciación reduce el coste de las exportaciones e incrementa el de las importaciones, lo que empuja al PIB vía aumento del saldo neto de exportaciones; 2) La devaluación trae como consecuencia una reducción de los tipos de interés, lo que atrae capitales y permite tanto a las empresas como al Estado financiarse mucho más barato, facilitando el gasto de ambos actores a crédito; y 3) En los sistemas económicos actuales, sobre todo aquellos con mayor ilusión monetaria, la inflación es una condición necesaria para salir de una crisis eminentemente deflacionaria.
La devaluación – una bajada del poder adquisitivo del dinero en un marco cambiario de tipos fijos – o la depreciación – rebaja del poder adquisitivo del dinero en un entorno cambiario de tipos flexibles – tienen su primera consecuencia en el dinero mismo. Al cabo, como bien estudia la teoría monetaria, el dinero – sic, un buen dinero – debe cumplir tres funciones: servir como medio de cambio aceptado por todos, servir como unidad de cuenta y servir como depósito de valor.
Una vez se realiza una depreciación, se corrompe la definición del dinero y éste pierde su esencia. Al cabo, una depreciación se realiza a través de la impresión de más billetes, esto es, a través de la creación de nuevas promesas de pago no convertibles – puesto que nos desenvolvemos en un entorno de moneda fiduciaria – lo que quiebra la relativa escasez anterior del medio de pago elegido, de la divisa. Para comprender bien este proceso, habremos de apoyarnos en la Teoría de la Liquidez de Carl Menger, analizada desde la llamada ley de la utilidad marginal decreciente o primera ley de la utilidad.
Los bienes económicos se jerarquizan en función de los fines más valorados que permiten dar satisfacción, luego las unidades adicionales de uno de esos bienes que, subjetivamente, se consideren homogéneos irán dirigidas a satisfacer fines menos valiosos y su utilidad adicional o marginal será decreciente. Pongamos un ejemplo, imaginemos que queremos desayunar dos huevos fritos. Abrimos la nevera y nos encontramos con que tenemos media docena de huevos. Poseer media docena nos hace más ricos (segunda ley de la utilidad marginal, la utilidad creciente, de Rothbard). Empero, sólo deseamos dos huevos de desayuno, luego la utilidad del tercer huevo que tenemos en la nevera, aunque nos hace más ricos, es menor que la utilidad del primer y el segundo huevo frito.
Con el dinero ocurre algo similar. Para satisfacer las necesidades, la sociedad ha monetizado un bien que cumple ambas leyes de utilidad. Si el banco central decide crear cada vez más medios de pago, las utilidades marginales de los nuevos medios de pago serán menores que las de los anteriores. Incluso, si el proceso se lleva a cabo sin final, el valor de la utilidad marginal tenderá a ser cero, lo que contagiará toda la cadena pervirtiendo el sistema monetario. Esto es, cuanto más dinero se imprima, menos vale la divisa, hasta llegar al punto que ésta no valga nada porque no cumpla ninguna función para la sociedad.
Este análisis teórico no es baladí. A la hora de depreciar la divisa, lo que estamos haciendo es corromperla. No por el hecho de que pierda valor por las nuevas unidades creadas, sino por el hecho de que no nos permite contar con la divisa para atesorar capital a largo plazo. La incertidumbre que genera la depreciación (por el miedo a futuras depreciaciones) convierte la divisa en un mal dinero a largo plazo. Esto se conoce como el problema del overshooting. Para analizar este problema, que está en la raíz de lo que en este serial analizamos, todavía hay que esperar. Aún así, resulta trascendental señalarlo desde el comienzo y vincularlo con las leyes de Mises y Rothbard.
Puede parecer un precio asequible a pagar por la depreciación. En tanto, una pérdida de valor de la divisa fruto de la incertidumbre creada sobre la misma, lo que implica una imposibilidad de acumular capital en la divisa a largo plazo; en cuanto se está fomentando el crecimiento y el empleo a través de las exportaciones (o a través de mantener unos niveles de gasto estatal, algo que aquí no analizaremos). Sin embargo, es importante ver un poco más allá. Es importante ver qué efectos tiene, en el mercado interno, dicha depreciación a parte del que ya hemos señalado: mejorar exportaciones.
En primer lugar, se produce un efecto negativo en la divisa que ya hemos comentado. Sin embargo, este no es el único fenómeno digno de análisis en esta primera pieza en la que analizamos los efectos monetarios. Hemos comentado que se reduce la escasez relativa anterior a la depreciación. Ello se deja ver claramente en los mercados financieros a través de una reducción en los tipos de interés. Al haber más medios de cambio, el uso de los mismos para endeudarse se vuelve más barato.
El problema que se produce, a renglón seguido, es el aumento del apalancamiento de los agentes económicos, tanto del estado como de las familias y empresas. Manteniendo los niveles de aversión al riesgo y los niveles de temporalidad de la inversión intrínsecos a cada operación y cada individuo, la reducción del coste de financiación provoca un aumento en la demanda de los productos financieros.
Esto nos genera el llamado moral hazard – dilema moral – en los actores. A fin de cuentas, aumentar excesivamente el apalancamiento resulta doblemente beneficioso. En primer lugar, por un tema fiscal. Por lo general – y salvo deshonrosas excepciones en las que se incluye el Sistema Fiscal español – el pago de intereses está exento de tributación a la hora de liquidar el Impuesto de Sociedades. Luego cuanto mayor sea mi coste de financiación, menor será mi beneficio sobre el que aplicaré el tributo. En segundo lugar, algo que ocurre en todo momento, el coste medio ponderado del capital que requiere mi empresa, o mi unidad doméstica, se verá fuertemente reducido cuanto más aumente mi apalancamiento. Esto es así porque la depreciación ha provocado un descenso de los tipos de interés aplicables a mi deuda. A la hora de estimar el coste medio que pago por el capital empleado (tanto el propio como el ajeno) dicho coste será menor cuanto mayor sea el apalancamiento, cuyo coste ahora se ha reducido.
Es decir, a través de la depreciación se genera un peligroso incentivo en los agentes económicos que trae como consecuencia un aumento generalizado del endeudamiento. Ello, acompañado de un descalce de plazos en el sector financiero, es la primera piedra de un ciclo económico funesto. Se está alimentando una burbuja a raíz de un endeudamiento que, con anterioridad a la depreciación, no se producía por su excesiva onerosidad. Porque los agentes económicos o no generaban riqueza suficiente como para aumentar su apalancamiento previo o no presentaban las suficientes garantías como para que fuera posible endeudarse en mayor cantidad.
¿Queda así la cosa a nivel monetario? No. Hay que analizar qué les ocurrirá a los agentes extranjeros cuando se produzca la depreciación. Estos agentes verán cómo el coste de financiación en el país que pauperiza su divisa resulta más asequible. Por tanto, deslocalizarán ciertos capitales tratando de aprovecharse de esta nueva situación. Se producirá una venta masiva de deuda en la divisa no depreciada (lo que impulsará su precio a la baja subiendo los tipos de interés de financiación de dicha economía) y una compra masiva, por agentes extranjeros, de la deuda en la divisa depreciada. Ello rebaja todavía más, si cabe, su coste y genera de nuevo el pernicioso moral hazard comentado supra.
Hasta aquí hemos analizado lo que ocurre en el corto plazo. El dinero ha perdido valor como medio idóneo de atesoramiento de riqueza, las exportaciones han aumentado, las importaciones se han reducido, los tipos de interés han caído, han entrado capitales de manera masiva y han aumentado los tipos de interés foráneos.
Esto es fundamental haberlo entendido, porque nos da pie a hablar de la paridad de los tipos de interés. Estando en un entorno de movilidad perfecta de capitales (como en el que estamos) y en el que los agentes económicos muestran pocas preferencias respecto de los productos financieros – ya que para activos financieros de mismo riesgo, liquidez y rentabilidad esperada los agentes no muestran preferencias específicas – la depreciación de la moneda se reequilibra automáticamente en el mercado de capitales a través de su propio dinamismo. Si bien esta teoría fue, por vez primera, expuesta por J.M. Keynes en su Tratado del Dinero de 1930, la sana crítica que Hayek hizo de dicho Tratado nos permite traerla a colación en un análisis austríaco de la guerra de divisas sin temores a cometer el error del inglés – esto es, en caer en un error cuantitativo y obviar las distorsiones en el dinero provocadas por la depreciación – y poder aplicar su teorema al caso analizado.
Es conveniente explicar este punto. Para obtener la rentabilidad mayor que me ofrecen los activos financieros extranjeros – activos del país que depreció su moneda, ya que al reducir el coste de financiación de los proyectos a priori el diferencial con su tasa de retorno es mayor –, debo proceder a una venta masiva de al divisa patria para comprar divisa extranjera con la que financiar dichos activos.
Pongamos un ejemplo. Supongamos que la Reserva Federal decide monetizar masivamente deuda federal estadounidense. En este caso, los tipos de interés de la economía se verán reducidos – ya sea por el aumento de velocidad del dinero si los canales no están obstruidos no permitiendo mayor endeudamiento, ya sea por el anclaje a la deuda soberana, ya sea por el mero aumento de la divisa – lo que atraerá mayor capital de otras economías – por ejemplo, de inversores europeos – reduciendo todavía más los tipos de interés norteamericanos.
Para ello, un inversor alemán que quiera aprovecharse de la propuesta de valor añadido de reciente creación en la economía americana, deberá desprenderse de euros y adquirir dólares. Este gesto, realizado de manera masiva por los ciudadanos europeos atraídos por las tasas de rentabilidad americanas, acabará por depreciar de una manera natural el euro (debida a su venta masiva) y acabará por apreciar el dólar (debido a que su atesoramiento se ha visto incrementado). ¿Cuánto aumentará el precio del dólar respecto del euro? Hasta que se equilibren los tipos de interés respecto del tipo de cambio en una y otra economía. Esto es, hasta que, tras la apreciación de la moneda, el beneficio de invertir en el extranjero y, después, convertir dicha inversión en la divisa patria sea el mismo que invertir directamente en el mercado interno. Esto es así porque, en el momento en el que se haya apreciado tanto, relativamente, el dólar como para que no resulte rentable seguir vendiendo euros, el flujo de capitales entre ambas economías se atemperará y las divisas se estabilizarán.
Por lo tanto, el efecto positivo para la economía que depreció su divisa, esto es, la rebaja de sus tipos de interés, se ha visto equilibrada por una ulterior apreciación de la divisa que ha equilibrado dichos tipos de interés con los tipos de interés extranjeros. Volviendo los productos financieros homogéneos y quebrando su ventaja competitiva con el exterior. Esto no implica que la divisa recupere el valor anterior a la depreciación (nótese que una cosa es la utilidad marginal decreciente fruto del análisis mengeriano y otra muy distinta el precio relativo de la divisa frente a una divisa extranjera que es lo que se aprecia con el dinamismo del mercado) sino que recuperará tanto valor como el necesario para equilibrar los tipos de interés.
Como observamos, una vez se produce el equilibrio el efecto monetario se ha diluido. Ya no resulta rentable que se produzca una fuga de capitales hacia la economía que depreció y vuelve la estabilidad al mercado internacional. Ahora bien, se podrá argumentar que dicha estabilidad ha venido después de un aumento de la inversión en el país que pervirtió su divisa. Así es, pero, ¿cuánto tarda en llegar este equilibrio?
Esta pregunta es de suma importancia. Keynes, de otra época, entendía la movilidad perfecta de capitales como un fiel reflejo de esta situación que denominamos paridad de tipos. Sin embargo, la velocidad de los capitales en los mercados a día de hoy ha aumentado, un poco, respecto a la velocidad de la movilidad en los años 20 del siglo pasado. Por tanto, el proceso se vuelve mucho más ágil. Una vez se produce la rebaja de tipos de interés fruto de la depreciación, se comienza ajustar el tipo de interés de la deuda con el precio efectivo de la divisa frente a la divisa foránea.
Como podemos observar, pese a la gran fluctuación de los tipos de interés de un mercado monetario y de otro, la divisa no se comporta de manera tan brusca. Esto es así porque cuando la Reserva Federal decidió en 2001 reducir el tipo de interés de referencia, el tipo de cambio en un mercado de capitales arbitrado y relativamente eficiente como el nuestro impidió una fuga masiva a Estados Unidos sirviendo el propio tipo de cambio de bloqueo a dicha fuga, conteniendo la apreciación del euro respecto del dólar.
Empero, tales afirmaciones que realizamos no deben ser consideradas desde una óptica monetarista. Esto es, no debemos caer en el error de Friedman, para quien existía un precio único de equilibrio al que tendían las divisas y se movían buscando dicho equilibrio, luego todas las depreciaciones (apreciaciones) de las mismas en un sistema libre cambiario con dinero fiduciario y movilidad perfecta de capitales acabaría por reequilibrarse buscando, en el largo, dicho precio objetivo.
Lo que estamos queriendo decir, volviendo a Hayek, es que los tipos de cambio flexibles manipulados a través de depreciaciones como se está viendo en estos días, evitan un ajuste en las industrias que han perdido demanda internacional (puesto que las mismas exportan más barato) generando un boom en el corto plazo y muy reversible de dichas industrias nacionales; hundiendo, a su vez, en una depresión también poco duradera en las industrias extranjeras. Esto es, desde la perspectiva global, se traspasan las pérdidas de aquellas industrias cuya demanda se vio disminuida a aquellas otras industrias cuya demanda se mantenía fuerte a nivel internacional, se socializan las pérdidas. La división internacional del trabajo, como estudiaremos en la siguiente pieza, sufre un cortocircuito. Bejamin Anderson, en 1925, lo reflejó de manera tajante:
El proceso de repunte de la demanda de las industrias nacionales sólo se alargará hasta que los costes de producción de estas industrias acaben repuntando. Bien sea por la importación de materias primas, bien sea por la pérdida de valor de la divisa (debido a su fluctuación en el tiempo lo que, de facto, imposibilita su utilidad como medio de atesorar capital), bien sea por el conjunto de ambos factores.
Por tanto, caer en el análisis simplista y de mercado de una eficiencia fuerte como el que realiza Friedman nos lleva al absurdo (y al absurdo sistema cambiario en el que vivimos hoy en día inspirado en su teoría cambiaria). Esto es, como venimos señalando desde el comienzo, porque dicho sistema se sostiene con la frágil base de una moneda fiduciaria fuertemente inestable.
Además, el problema de la inestabilidad de la moneda en el largo no sólo se refleja en su pérdida de utilidad, sino que se refleja también si analizamos la fuga de capitales de la economía que deprecia su divisa. Al cabo, si los agentes económicos que introducen su capital (al ver los tipos de interés reducidos) en la economía que pauperiza su divisa comienzan a desconfiar de la inestabilidad de la misma (u observan cómo los costes repuntan) se producirá una retirada masiva de capitales de la economía. Dando lugar al sano proceso de ajuste a nivel interno que se postergó con la depreciación (e, insisto, durante un corto periodo de tiempo). Este es el proceso que conocemos como overshooting.
Esto lo vemos hoy en día en lo que está ocurriendo en Brasil con el real brasileiro. En la segunda ronda de flexibilizaciones cuantitativas de Bernanke, el Banco Central de Brasil tomó la decisión de no actuar contra la depreciación del dólar americano. Así, los nuevos dólares entraron en la economía de la emergente contra una oferta monetaria en reales fija y determinada. Esto es, muchos más dólares frente a la misma cantidad de reales, lo que llevó a su inmediata apreciación (a niveles históricos, por cierto). Brasil perdió competitividad contra el dólar, pero a los pocos meses su situación se equilibró y recuperó la competitividad en aquellas industrias que más se vieron afectadas. Al cabo, el alza de sus precios respecto de una de las economías a la que exporta y siguió exportando benefició a Estados Unidos hasta que el pequeño boom post QEII finalizó. El problema que tuvo Brasil, y en el que sigue inmerso, es con el resto de economías cuyos tipos cambiarios, flexibles, no son tan libres. Esto es, economías más cerradas que impiden el ingreso ilimitado de moneda americana. Fueron estos los mercados cuyo ajuste con la situación brasilera fue más arduo.
En conclusión, hemos demostrado a lo largo de la primera pieza del análisis de la guerra de divisas los siguientes aspectos:
1) La depreciación llevada a cabo por todas las economías en su conjunto pauperiza el dinero al reducir la utilidad marginal de los nuevos medios de pago, genera un moral hazard en el sistema financiero y apostilla la primera piedra de una burbuja financiera y productiva.
2) La ventaja competitiva que obtiene la economía que deprecia su divisa sólo dura hasta que se compensa la rebaja del tipo de interés con el tipo de cambio, cuando el flujo de capitales cesa.
3) Lo anterior desde el lado monetario, desde la óptica productiva, dicha burbuja se frena en cuanto los costes de las factores de producción se actualizan a la nueva situación generada tras la depreciación.
4) Empero, no se espera a que sea el propio dinamismo del mercado el que equilibre esta situación en un entorno de alta movilidad y con el sano arbitraje, sino que las restantes economías, creyendo que protegen sus exportaciones cuando las encarecen si se nutren del exterior, proceden a depreciar su divisa. Así, los mismos pauperizadores efectos que se viven en el exterior se traen al mercado interno.
Lo que, al final, genera es un puenteo en los mercados financieros. Artificialmente reducidos los tipos de interés del país que primero depreció, su apalancamiento aumenta. Este mismo proceso se repite en el resto de economías que se introducen en la guerra de divisas. El excesivo apalancamiento de todas ellas unido al equilibrio de las divisas a la baja, acaba por reducir en todas ellas (a distintos niveles) los tipos de interés pero equilibrar los mismos a través de los tipos de cambio. Aún así, la ventaja competitiva de los negocios ha quedado muy mermada. En primer lugar, porque el coste de financiación ya no es menos oneroso en uno u otro país si se observa desde un punto de vista dinámico. En segundo lugar, porque en tanto en cuanto formamos parte de un sistema con división internacional del trabajo y se acude a economías que no entran en la guerra de divisas – caso de Brasil – los negocios ahora excesivamente apalancados ven incrementar el coste de algunas de sus materias primas, a la par que ven que ya no acceden a capital foráneo y la ventaja con el exterior, vía exportaciones, se ha reequilibrado. Por ello, se está sedimentando también, la primera señal que estallará la burbuja crediticia en la economía.
Todo esto que en este primer artículo defendemos podemos observarlo sin atisbo de dudas en el caso japonés desde inicios de los 90. Se han producido múltiples devaluaciones que ni han fomentado aún más su economía exportadora (difícil que siguiera creciendo), ni el bajo tipo de interés ha devenido en un aumento de la velocidad del dinero (al encontrarse el canal obstruido en una situación de trampa de la iliquidez) y lo que sí ha ocurrido es que el sistema ha entrado en una situación de crisis crónica. Demostrando cómo la depreciación no puede ser considerada como salida de la crisis por sus efectos monetarios.
Aún así, no hemos comentado varias cosas de relativa importancia que las dejamos para la siguiente entrega. Hemos partido de una serie de agentes económicos que no han cubierto el riesgo de tipo de cambio a través de derivados (generalmente se usan Swaps de divisa a tal fin). A su vez, tampoco hemos hablado de la teoría del capital y de los efectos sobre la misma (y sobre la división internacional del trabajo) que provoca la depreciación continua de las divisas internacionales. Todo ello, lo dejamos para la siguiente entrega. Por lo pronto, queda demostrada la ineficiencia de la depreciación masiva, su inutilidad, los desequilibrios que genera y la escasa utilidad, de cara al mercado financiero, que la depreciación tiene para la economía cuya divisa se ve depreciada.
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