¿Puede la guerra crear cultura?
Truman Factor ofrece en exclusiva a sus lectores la introducción de nuestro colaborador Álvaro Santana Acuña al libro de David Bell, La primera guerra total, del que es además el traductor al castellano.
2012 no sólo podría pasar a la historia como el año en el que la Unión Europea dejó atrás la crisis del euro (ya sea porque éste fue salvado o todo lo contrario), sino porque en 2012 se celebra el bicentenario de un momento no menos importante de la historia europea: la invasión napoleónica de Rusia. Como cuenta Tolstói en Guerra y paz, Napoleón perdió esa campaña. Pero uno de sus sueños se ha hecho realidad doscientos años después: la creación de un superestado europeo. ¿Fue necesaria para ello «la primera guerra total»? En el libro de David Bell el lector encontrará elementos de sobra para responder a la pregunta.
La primera guerra total no es la típica narración sobre los avances tecnológicos y de la estrategia militar, ni tampoco se deleita analizando el porqué psicológico de las decisiones de grandes militares como Napoleón. En realidad es un libro más avanzado y ambicioso. David Bell estudia cómo la guerra es pensada y cómo pasa a formar parte de nuestras vidas. Por tanto, lo que nos propone es algo muy novedoso: una historia cultural de la guerra.
La guerra —en especial para los pacifistas y los humanistas— representa una parte embarazosa de nuestra cultura. La guerra es responsable de la mayoría de las obras más celebradas de la historia de la literatura, el cine, la música y las artes plásticas. Don Quijote, no lo olvidemos, se creía un guerrero medieval. La historia de amor de Casablanca jamás se hubiese producido sin el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El David esculpido por Miguel Ángel está armado con la honda usada para matar a Goliat. Y sonidos reminiscentes del campo de batalla puntúan algunas sinfonías de Beethoven.
La guerra parece además una realidad irrevocable. Tan sólo desde 2011 convivimos a diario, a mayor o menor distancia, con una decena de nuevas guerras. A las que hay sumar las viejas guerras y conflictos, desde la confrontación kurda-iraní (a punto de cumplir un siglo) hasta la batalla mexicana contra el narcotráfico. Según el Banco Mundial, en 2010, el mundo destinó al presupuesto militar un 2.61% de su PIB. En Estados Unidos, la primera potencia militar mundial, según la Casa Blanca, en 2010, 26.3 centavos de cada dólar recaudado por impuestos se invirtieron en gasto militar, siendo, por ejemplo, la inversión en ciencia y tecnología de 1.2 centavos.
Hasta la segunda mitad del siglo XVIII la guerra (explica Bell) era vista como algo normal y hasta considerada «una forma deseable de interacción humana». Pero en ese período la situación comenzó a cambiar y por primera vez en la historia se escucharon más voces que denunciaban la guerra como «algo antinatural, primitivo e irracional». Fue entonces, durante la Ilustración, cuando la guerra dejó de ser una necesidad y pasó a convertirse en un problema.
Este profundo cambio cultural es lo que estudia Bell mediante el nacimiento de la «guerra total». El estallido de la Revolución francesa de 1789 aceleró ese cambio al hacer desaparecer las formas de la guerra entre las casas dinásticas propias del Antiguo Régimen. Unas formas de la guerra que estaban influenciadas por los valores culturales de la nobleza hereditaria y la sociedad cortesana. La Revolución, al destruir el mundo aristocrático y cortesano, instauró la guerra no entre casas dinásticas, sino entre naciones, que se enfrentaban con el objetivo de la destrucción total del enemigo. Francia fue el escenario clave de este cambio cultural de la guerra y Napoleón se convirtió en la expresión más pura de la nueva cultura bélica.
Antes de la Revolución, los nobles hacían la guerra vestidos con trajes ostentosos, portando pelucas empolvadas y calzando medias de seda. Y sobre todo guerreaban en nombre de un antiguo honor aristocrático. Un claro ejemplo fue el duque de Lauzun (1747-1793), un aristócrata libertino, cortesano y seductor. (De hecho Lauzun pudo haber inspirado el personaje del desalmado Valmont en Las amistades peligrosas). En comparación, el joven Napoleón (1769-1821) era casi lo opuesto: nacido en el seno de una familia noble venida a menos, huraño, desaliñado y de aspecto enfermizo. Y además Napoleón hacía la guerra en nombre de la nación (no del honor) y aspiraba a la destrucción total del enemigo, en vez de la simple guerra de maniobras de los tiempos de Lauzun.
Entre 1789 y 1815, la antigua guerra aristocrática y la nueva guerra total se enfrentaron en múltiples ocasiones. Especialmente simbólica fue la batalla de Valmy en 1792, cuando se enfrentaron el ejército revolucionario francés y el ejército «aristocrático» prusiano.

Horace Vernet, La batalla de Valmy (Francia).
Para los franceses Valmy fue una victoria nacional, mientras que para los prusianos resultó una derrota aristocrática. Bell estudia cómo esta antigua forma de guerra aristocrática fue perdiendo fuerza; no sólo a causa de factores tecnológicos y de estrategia militar, sino por los cambios culturales que la guerra napoleónica encarnó. Además, dichos cambios (nos recuerda Bell) tuvieron un lado oscuro, muy oscuro; en lugares como la Vendée (en el oeste de Francia) se libraron guerras de exterminio total de la población que anticiparon las masacres civiles del siglo XX.
España, que hoy sigue celebrando el bicentenario de la Guerra de Independencia (1808-1814), desempeñó un papel clave en «la primera guerra total». Según Bell, la guerra de guerrillas a partir de 1808 no sólo aceleró el declive del imperio napoleónico, sino que su importancia histórica pudo ser igual de decisiva que la campaña de Rusia. Bell sostiene además que los sitios de Zaragoza se convirtieron en uno de los laboratorios de la «guerra total». De hecho, en esa ciudad (afirma) se libró «uno de los peores combates urbanos jamás vistos en Europa antes del siglo XX». Por último, el autor ofrece una interesante y provocativa comparación entre la guerrilla española enfrentada al ejército napoleónico y la insurgencia en Irak durante la invasión estadounidense.
Esta conexión con la guerra en Irak no es inocente. La primera guerra total demuestra el interés creciente entre los historiadores por abordar el estudio de la guerra desde una perspectiva teórica actualizada y en consonancia con los problemas de nuestro tiempo. Libros como los de Bell, Orlando Figes (Crimea, 2010) y Drew Faust (This Republic of Suffering, 2009) defienden que las destructivas guerras del siglo XX poseen unos antecedentes históricos muy precisos que requieren una detallada investigación. Tal es el caso de la Guerra de Crimea, según Figes, la Guerra Civil americana, según Faust, y las guerras revolucionarias y napoleónicas, según Bell.
Al revelar que la guerra es cultura, la lectura de La primera guerra total suscita la inquietante pregunta de si la guerra puede crear cultura. Resulta difícil sustraerse a la evidencia milenaria, comenzando con La Odisea; un poema épico sobre la posguerra de un rey-guerrero que lucha contra cíclopes, sirenas, hechizos, maldiciones divinas, usurpadores de carne y hueso, rocas costeras, ventarrones mediterráneos y contra otros seres divinos y mortales para recuperar el gobierno de su casa y su trono. Su odisea sólo fue posible tras haber sobrevivido a la guerra cantada por Homero en La Ilíada.
No menos inquietante es la paradoja de que, una vez que la guerra comenzó a humanizarse a partir del siglo XVIII, ocurrieron las masacres más horripilantes desde que el ser humano es humano. Este libro nos descubre y explica que aún vivimos en la era de la guerra total.
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