Economista Descubierta

La vida en la era del mortadelo

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No sé si se acuerdan que El Corte Inglés, último símbolo de la unidad de España, antes de sacar las famosas tarjetitas de reembolso de dinero, tenía unos billetitos de “dinero interior” también conocidos como mortadelos. De esta aseveración, ya deducirán ustedes que servidora presenta una edad. Edad que le da para recordar una España sin autonomías y naturalmente en pesetas y a Letizia explicándonos el euro. Si es que era premonitorio, monarquía y euro a punto de irse al garete, no sé cómo entonces no fuimos capaces de atisbarlo.

Puestos a imaginar la desgracia inminente, toda vez que yo no tengo dinero para sacar de España, he decidido ponerme en el escenario tremebundo de que ya nos han rescatado o, mejor dicho, hundido o intervenido o escojan ustedes el eufemismo que prefieran, y ahora nos han mandado a Mordor o al Trantor postimperio o directamente a galeras perpetuas sin Mercedario rescatador a la vista.

En este mundo Mordor debemos en euros, pero cobramos en mortadelos. Les pusieron mortadelos porque no les podían llamar pesetas, pero que realmente tienen mucho menos valor, mortadelos que se cambian en mercados de Monopoly donde las reglas las pone el business porque el Regulador, por lo visto, se fugó a tomar el sol fuera de los límites del Imperio Galáctico y ni Hari Seldon ni la Bruja Lola han sido capaces de dar con su paradero. Y es que cuando Trantor era Trantor, había un Gran Regulador. Pues que lo busquen, a ver si lo encuentran.

En este nuevo mundo de deuda perpetua, donde los pocos niños que nacen lo hacen con deudas en lugar de con pecado original, naturalmente, he tenido que volver a las labores propias de mi sexo: a saber cocinar y mantener la lumbre para cuando vuelva mi hombre del mercado de mercancías a cambio de mortadelos. Las mercancías, eso sí, son de los chinos y son una porquería, pero claro, los habitantes del planeta expulsado al abismo del mortadelo no tenemos para comprar otra cosa que no sea mierda.

Como hubo un día, que nuestros hijos no conocen, en el que gustamos las mieles del imperio, hemos empezado a contarles historias legendarias de cuando incluso salíamos solas a la calle y comprábamos con euros cosas de primera mano. Naturalmente, los cachorros no dan crédito, aunque realmente la expresión “no dar crédito” ha quedado en desuso y no la entiende nadie. Realmente nuestros cachorros lo que quieren es marcharse y, aunque nos da mucha pena, estamos dispuestos a pagarles el viaje hasta la patera. A saber si alguno será capaz de llegar al borde del Imperio Galáctico y saltar la valla.

Como con los pocos mortadelos que entran en casa no da para nada, ya no estamos obesos, pero si tuberculosos. Es una pena, pero cada vez nos parecemos más a las fotos de los bisabuelos, tan de negro, tan tristes y tan de luto. Muy delgados, eso sí. A las niñas, por supuesto, las educamos de nuevo para el matrimonio, porque donde van a estar mejor que junto a un hombre. Lo malo es que como son primera generación, no nos sale bien lo de la educación para la sumisión y no podemos darles más solución que la bofetada. Y sin mortadelos para coaching ni para ningún consuelo que no sean las fotonovelas de Corín Tellado de la Antigua Biblioteca de Trantor.

Y ya lo sé, no me riñan, que ni Asimov tiene que ver con Tolkien, ni la ciencia ficción tiene la culpa de que me haya vuelto a tomar un Lexatín no prescrito. Ya sé que para escribir surrealismos hay que tener algo de poesía y menos de sarcasmo. Incluso hay que tener talento, del que yo carezco. Pero me van a perdonar, estoy segura.

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