Oleski Miranda Navarro

La felicidad explicada por un bellman

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La felicidad explicada por un bellman

Bellman: intermediario y servidor de lo transitorio.

Quienes conocen la industria de la hospitalidad, saben bien, que se trata de una empresa caprichosa donde destacan aquellos que poseen la capacidad de investirse de paciencia en todo momento. Entre los miles de empleados que pueden laborar en un hotel cinco estrellas, los que en los países angloparlantes se les da el nombre de bellman o bellboy, se han convertido gracias a la industria fílmica en el arquetipo del trabajador de esos no-lugares que llamamos hoteles. A simple vista se puede decir que un bellman realiza un trabajo poco extraordinario: llevar las pertenencias a la habitación de los huéspedes; estacionar sus autos, resguardar los umbrales y resolver con audacia y creatividad cualquier percance que se presente. Igualmente si no sonara tremendamente pretencioso, podríamos precisar su oficio como el de un intermediario y servidor de lo transitorio.

En muchas de las grandes cadenas hoteleras estadounidenses los bellman son jóvenes que trabajan y estudian, puesto que éste tipo de trabajo, brinda una buena mezcla de independencia con una labor definida y puntual adecuado para los tipos de tiempos requeridos para la preparación académica. Al ser éste un trabajo de estudiante en el cual no se pretende hacer carrera, en muchos casos la ayuda que ofrece un bellman tiene como máximas, la sonrisa simulada, la disponibilidad entre dientes cuando hay problemas que ameritan mas tiempo de lo normal y una subterfúgica vocación de servicio; lo que en síntesis no es más que una gran falta de orgullo por lo que se hace. Con frecuencia el bellboy que trabaja y estudia se redime diariamente recordándose así mismo que está realizando un trabajo temporal, pasando por una etapa que le permitirá alcanzar metas mejores. No obstante, éste sabe que por comodidad o por omisión, esta etapa también podría alargarse más tiempo de lo deseado.

Si la temporada es buena la riqueza que puede lograr un bellman no solo terminará siendo monetaria sino también anecdótica, ya que siempre en este oficio se está expuesto a situaciones de todo tipo. Lo observado y experimentado por estos servidores podría fácilmente llenar las páginas de un libro de crónicas con las más variadas tramas. Nuestra propia experiencia sirve de muestra, a mediados del 2007 en una actividad efectuada en el hotel donde laboraba como bellboy en Austin, Texas, tuve que prestar servicio a importantes mecenas y ricos donantes del partido político que ha llevado al poder a presidentes como John F. Kennedy, Jimmy Carter y Bill Clinton. Entre los tantos participantes que llegaban de todas partes, por razones varias me tocó atender a uno de los sujetos más ricos del planeta, o para ser más específicos, el hoy en día número 22 más rico del mundo con una fortuna calculada en 20 billones de dólares según Forbes. Pero más allá de su dilatado capital este personaje es además un afamado filósofo, autor de libros de ensayos y contradictoriamente siendo al mismo tiempo uno de sus principales practicantes un duro crítico del capitalismo salvaje.

Confieso que al principio no sabía de quién se trataba hasta que en el camino a una de las mejores suites del hotel alguien le saludó llamándolo por su apellido. A partir de ese instante caí en cuenta con quien balbuceaba comentarios menores como el estado del tiempo entre otras cosas. Lo cierto es que no sólo estaba hablando con el millonario, autor y filósofo, sino con un personaje excéntrico, contradictorio y sin duda subversivo. Conversaba entonces con uno de los críticos más acérrimos de George W. Bush y también a quien algunos países asiáticos, atribuyeron sus devastadoras crisis económicas sufridas a mediados de los noventa. Hablaba con el hombre que muchos definen como uno de los más grandes especuladores financieros del mundo. Al darme cuenta de que hablaba con Georges Soros, mi reacción no fue otra que reticente, sin embargo mi titubeo no duro mucho. Mientras empujaba a su lado el maletero de bronce que sirve para llevar de un lugar a otro las pertenencias de los huéspedes, Soros preguntó sobre mi nacionalidad. Al responderle, no dejó de hacer algunos comentarios generales sobre Venezuela con su acento de expatriado húngaro-judío que a pesar de los años mantiene fresco e intacto. En ese instante me vino a la mente los artículos sueltos que leía sobre él en algunos diarios caraqueños, que a principio de los noventa, paliaban mis ansias de información en la sudorosa y olvidada ciudad de Cabimas en el oeste venezolano.

A medida que nuestra conversación avanzaba recordé que uno de mis primeros artículos en prensa trataba precisamente sobre Soros. En aquel escueto articulo de opinión publicado si más no recuerdo en 1997, hacía referencia a la curiosa donación nada desdeñable de un millón de dólares que Soros habría realizado a una organización no gubernamental. El donativo estaba destinado a la compra de jeringas desechables para evitar que adictos de la heroína de Los Ángeles propagaran el virus del sida y otras enfermedades. Este escrito vio luz en un suplemento médico llamado melosamente “Medicina con calor humano” encartado los domingos en un diario de provincia. En aquel entonces jamás imaginé que diez años más tarde, estaría cruzando palabra alguna con este extravagante filántropo, desestabilizador de mercados bursátiles, economías asiáticas y políticos republicanos.

Finalizado el largo recorrido a la habitación y después de haber conversado sobre Latinoamérica, la política exterior de la administración Bush y otras menudencias de las que puede hablar un bellboy de Cabimas, Soros sosteniendo la puerta de su suite presidencial me dio como propina dos dólares. Los tomé mirándole a los ojos y respondiéndole con un menguado “thank you”. Ese día entendí entre otras cosas que la felicidad tiene matices y bifurcaciones que solo pueden palparse en situaciones yuxtapuestas. Apenas unos minutos después me tocó atender a un hombre de piel tosca, a los que la cultura popular estadounidense define como un redneck. Este había llegado al hotel por motivos distintos a la de aquellos millonarios decididos a cambiar el destino político de la que se mienta la nación más poderosa del orbe. Con una reservación de meses de anticipación y con ahorros planificados, éste obrero de clase media trabajadora, llegó al hotel con su familia para festejar la graduación universitaria de su hija mayor. Al arribar en la pomposa entrada, sin dejar de ocultar su alegría, me presentó a la graduada, a su esposa y a la otra hija como si fuese un amigo cercano. Luego de ayudarle con algunas maletas y de escuchar sus planes de festejo, me invito a brindar con champaña barata que había traído consigo en un contenedor termal portátil. Embargado de su buena fe acepté arriesgándome a que me despidieran. Antes de retirarme de la habitación (en este caso mucho más modesta que la suite presidencial) sacó de su cartera de cuero desgastado un billete de veinte más otros tres de un dólar. En un principio decidí no aceptar el dinero, sin embargo  mi rechazo fue en vano ante su decorosa insistencia. Tomé entonces la propina mirándole a los ojos pero esta vez agradecí con un “thank you” distinto al de unos minutos atrás, diría que uno menos insobornable. Cuando caminaba de regreso a mí puesto de trabajo me di cuenta, que además de haber atendido y compartido con uno de los hombres más ricos del mundo, también lo había hecho con uno de los más felices.

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