Trafalgar nunca será Tahrir

Alhambra de Granada (abril de 2003)
“En una era de población acelerada, de sobre-
organización acelerada y con métodos
eficientes de comunicación masiva,
¿cómo podemos preservar la integridad
y reafirmar el valor del individuo humano?”
–Aldous Huxley
En un artículo publicado esta semana en Foreign Policy bajo el título «London burning«, Kapil Komireddi tilda de «farsa anti-democrática» y «parodia» de las revueltas en Egipto lo ocurrido el sábado pasado en Londres, donde más de 200 mil personas salieron a las calles para protestar en contra de los duros ajustes presupuestarios del gobierno. En su editorial, Komireddi describe episodios de vandalismo y ambiente de botellón y golfería entre los manifestantes. «Soy anarquista», le dijo uno. «Si te interesa el anarquismo, búscalo en la Wikipedia: hay mucha información ahí», le sugirió otro.
Entre tanto, estos días el lanzamiento del iPad 2 de Apple ha logrado cobertura por la práctica totalidad de los medios de comunicación, compartiendo portada con la catástrofe de Fukushima y las revueltas en el mundo árabe. Algunos han hecho eco de esto en las redes sociales. Indignados.
Al poco tiempo de mi llegada a París en 1993, para cursar mis estudios universitarios, pude presenciar las diversas y multitudinarias manifestaciones que a menudo discurren por esa ciudad. Entonces provenía de EE.UU., país donde estudié el bachillerato y en el que lo más parecido que viví a una protesta fue pasar, vela en mano y supervisado por un profesor del instituto, un par de horas en la calle en silencio recordando las muertes de soldados estadounidenses en la primera guerra del golfo Pérsico. Así que lo de París me resultó verdaderamente impresionante. Al principio, y como si de una misión de fotoperiodismo se tratase, salía corriendo de mi chambre de bonne en la rue de Miromesnil con mi 35mm al cuello para documentar aquellas revueltas. Con el paso del tiempo, y por la alta frecuencia de las protestas y el poco o nulo efecto de las mismas, dejé de sacar la cámara y pasé a intercambiar, entre risas con mis compañeros, frases al estilo de «hoy para llegar a clase he de seguir la manifestación de los agricultores, luego incorporarme a la de los maestros y, finalmente, desviarme en la de los operarios del metro». Las manifestaciones, huelgas y cualquier intento de protesta pública pronto se convirtieron para mí en parte del decorado urbano de esa hermosa ciudad: ni el romanticismo comprensible en cualquier veinteañero abuhardillado en la cuna de la más famosa de las revoluciones, ni las causas que la muchedumbre reclamaban producían efecto alguno en mí.
Lo mismo me ocurrió años después, estudiando en Londres, mientras deambulaba por las inmediaciones de Trafalgar Square. Salvo para levantar la vista unos segundos y confimar en la intimidad de mis pensamientos si compartía o no las reivindicaciones de la pancarta de turno, los plantones bajo la estatua de Nelson tampoco me conseguían despertar mayor interés en mí.
Llegué a España poco después de las protestas en contra de la segunda guerra del golfo Pérsico. En muchas ciudades quedaban calles tapizadas con letreros, pancartas y pintadas recordando el «no a la guerra». Por esas fechas y mientras yo me instalaba en Madrid, Aznar seguía en la Moncloa y nada hacía pensar que fuera a cambiar de domicilio antes del fin de su legislatura.
Mi hermana, entonces estudiante de fotografía en EE.UU. y con el ímpetu y curiosidad que habían sido míos años atrás, me enviaba un vídeo que había filmado durante su asistencia a las protestas que tuvieron lugar en Washington antes de esa guerra. «Fue algo impresionante, espectacular» me contó, «pero lo decepcionante fue ver como, al finalizar la manifestación, muchos corrieron a guarecerse del frío al Starbucks más cercano. ¡Los mismos que minutos antes denunciaban las injusticias de la ‘globalización’ y cómo las ‘grandes corporaciones’ impulsaban una nueva guerra, ahora charlaban tranquilamente con un café moka!»
Lo que está ocurriendo en el norte de África y Oriente Medio servirá para que algunos países abandonen ciertas prácticas tiránicas y abracen un sistema democrático parecido al occidental, con todo lo bueno y lo malo que esto tiene, pero no les llevará al mundo feliz con el que ellos y nosotros soñamos. Si echamos la vista atrás podemos ver que las manifestaciones populares tienen éxito contra los regímenes autoritarios porque gozan del respaldo mayoritario de los ciudadanos, el desenlace o cambio deseado es claro, y porque realmente pueden desestabilizar el establishment. Sin embargo, en nuestras modernas y democráticas sociedades occidentales, las reivindicaciones tienen un carácter sectorial que no logra despertar el interés solidario del resto y que además han sido perfectamente normalizadas por el sistema. O lo que es lo mismo, abrazamos una nueva dictadura que, como advertía Huxley, transforma valores como la libertad y la igualdad en subordinados de otro mundo feliz más perverso: el del consumismo que rige nuestras vidas. Así es imposible que Trafalgar sea Tahrir.
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