Putas, marihuana y pistolas
Hay quienes ven con buenos ojos los cambios legislativos que se están promoviendo desde la alianza conservadora que gobierna Holanda para aplicar una ley recientemente respaldada por el Tribunal de Justicia de la UE que limita el acceso de extranjeros a sus famosos «coffee shops». Una fórmula cuyo objetivo es combatir el «turismo de drogas», así como responder a las presiones de otros estados miembros de la UE que se sienten incómodos con la política de «tolerancia» holandesa con respecto al consumo de «drogas blandas». Curiosamente, parte de esas presiones provienen también de Washington.
Si ya resulta peculiar el puzle legal que permite a los «coffee shops» vender pero no comprar su mercancía, fumar hachís y marihuana sólo en locales con espacios abiertos y que no vendan alcohol… que el estado norteamericano se preocupe por el tema es un tanto delirante.
Con todas sus virtudes y bondades, Estados Unidos ha sido noticia por la penúltima matanza que allí ha tenido lugar y que encuentra su epicentro en esa doble moral que también les caracteriza. No muy lejos de «Tent City», la prisión de Arizona regentada por el sheriff Joe Arpaio (y que Amnistía Internacional sitúa como triste ejemplo de la violación sistemática de los derechos humanos dentro de territorio estadounidense), un trastornado mental (literal) de 22 años de edad pudo adquirir una pistola semiautomática legalmente y matar a seis personas (entre ellas una niña de nueve años) con el amparo de una ley promulgada en el contexto social de hace más de doscientos años. Para mayor surrealismo, resulta que la principal objetivo (y única superviviente) es la orgullosa poseedora de un rifle de asalto AK-47 que además, como diputada en el Congreso, se declara en contra de la aprobación de leyes que constriñan ese derecho bicentenario de portar armas.
Resulta llamativo que a estas alturas una sociedad avanzada, que presta techo a la Organización de las Naciones Unidas, se preocupe por los permisivos «coffee shops» al otro lado del Atlántico. Autoproclamado adalid de la libertad y la democracia, EE.UU. quizás debiera de reavivar otros debates de mayor calado moral y legal que le corren más prisa. Por ejemplo, impedir que sus empleados públicos torturen a seres humanos en algo parecido a un campo de concentración con el aval de que aquello lo hacen en una isla apartada y fuera del alcance de su constitución.
A algunos parece que la posibilidad de que sus jóvenes ahorren para ese viaje de tardes nebulosas ambientadas con melodías de Bob Marley en el «Grasshopper» les produce más escalofríos, que una pandilla de veinteañeros con semiautomáticas llenas de balas en sus dormitorios.
Igualmente llamativo es el hoy reavivado debate en España sobre la prohibición de los anuncios de prostitución. La «profesión más antigua del mundo» no es legal, pero tampoco es ilegal: el sexo de pago aquí se mueve en un limbo legal que permite a España albergar el burdel más grande de Europa, mientras que la prensa se lucra vendiendo páginas enteras de anuncios con ofertas de servicios «relax» cuyos textos nada envidian la pornografía más cruda. Gobierno y editores se enfrentan en un curioso intercambio: los primeros atacan con una propuesta para la supresión de los anuncios de prostitución en los diarios aduciendo, principalmente, cuestiones de tipo ético y moral (fácil acceso de este material por parte de los más jóvenes), y los segundos responden con argumentos legales como la inviolabilidad de la libertad de expresión y su derecho a lucrarse a costa de un negocio que no está prohibido.
La prostitución convierte en objeto a la mujer (u hombre), denigra y crea ciudadanos de segunda. Enriquece a mafias y delincuentes que trafican con seres humanos. Pero en lugar de debatir sobre cómo proteger a un colectivo que, guste o no, siempre encontrará una forma de prestar sus servicios, la polémica se centra en si pueden anunciarse en los medios de comunicación, si dichos medios deben aplicar mayor censura en los anuncios, o si la libertad de expresión puede estar siendo conculcada al prohibir que alguien ofrezca un menú pormenorizado de sus habilidades en la cama y otro cobre por publicarlo.
En realidad tan sólo estamos hablando de sexo, drogas y armas, y cada sociedad pone los límites según su moral:
a) En Washington, capital del mayor importador de drogas del planeta y principal proveedor de las armas que nutren el arsenal de los traficantes al otro lado de río Bravo, sigue habiendo putas y se sigue fumando marihuana.
b) El ritual cena-copas-burdel sigue siendo fórmula común para hacer negocios en una gran parte de la sociedad española, así como comúnes son los «clubes de alterne» cuyos neones son a veces lo único que iluminan las carreteras ibéricas.
c) La ciudad natal de Rembrandt no tiene que preocuparse de matanzas organizadas por adolescentes armados, el que quiera pagar 12 euros puede fumarse un porro en un recinto regulado (aunque ocio aparte, la marihuana también se administra por receta médica para paliar ciertas dolencias desde el año 2003), y las prostitutas cotizan a la seguridad social.
Si temas tan básicos no logran encontrar un lugar común en occidente, en países que presumen de modernidad, tolerancia y gran desarrollo social, es muy difícil imaginar un entendimiento con otras culturas en cuestiones de calado mundial.
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