Álvaro Santana Acuña

El manifiesto consumista (I)

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Imagen de Alex Shuminov saliendo de la tienda de Apple

El intrépido Alex Shumilov

 

 

 

“Consumir: verbo. Derrochar; gastar; destruir.”
–Samuel Johnson, Diccionario (1773)

 

Un espectro se ha posesionado del mundo: el espectro del consumismo. Ciento sesenta y cinco años después, en el mismo Londres donde Marx y Engels escribieron El manifiesto comunista, un hombre cuarentón sentado sobre una silla plegable gritaba, con una sonrisa espléndida, su versión del manifiesto consumista ante las cámaras de televisión: “Apple rocks, Apple rocks” (“Apple es el mejor, Apple es el mejor”).

Por delante y por detrás del hombre sonriente, las cámaras enfocaron una realidad disciplinada y kilométrica: la fila de consumidores cuya aspiración era asimismo morder la manzana. En efecto, a nuestra humanidad le vuelven loca las manzanas. La primera fue la bíblica que Eva ofreció a Adán. Siglos más tarde, una manzana científica cayó sobre la cabeza de Newton y el peso de todo el universo cambió para siempre. No menos memorables son las manzanas literarias de Guillermo Tell y Blancanieves. Pero sólo el logotipo de una manzana impecablemente mordida ha conseguido revolucionar los hábitos consumistas de millones de compradores.

En Londres, como si se tratase del concierto de una mega-estrella del pop, el hombre sonriente y los cientos de compañeros de fila aguardaban emocionados a que llegase su turno para comprar el iPad 2, la tableta de segunda generación vendida por Apple Inc. Muchas horas después de hacer cola, cada comprador entraba uno a uno en la tienda de Regent Street, mientras el personal de ventas les aplaudía y les vitoreaba como héroes de guerra. A la salida, el consumidor victorioso era entrevistado y fotografiado como una celebridad de Hollywood paseándose sobre la alfombra roja con el Oscar en la mano. La misma ceremonia, convertida ya en una tradición global, se fue repitiendo el mes de marzo en otras tiendas de Apple desparramadas por veinticinco países del mundo.

Si Marx y Engels se hubiesen tropezado con la cola londinense y descubriesen el por qué de la misma, se habrían convencido de que esas personas prefieren definir su identidad como un consumidor, más que como un miembro de una clase social. Hoy, nos hemos convencido de que uno no puede ser el mismo tipo de persona si usa un Mac o un PC. O si bebe Coca-cola en vez de Pepsi. O si compra su comida en el Corte Inglés y no en Mercadona.

En Estados Unidos, tu identidad es muy distinta si gastas dinero en Walmart o en Whole Foods. En Francia, un abismo separa al consumidor de Le Bon Marché y de Ed. En Inglaterra, consumidores habituales de Harrods jamás pisarían un Sainsbury’s. Nuestra relación con alguien no es igual si consume productos biológicos, tradicionales o veganos… En fin, en el mercado de la identidad, las opciones son innumerables para etiquetar a un consumidor; muchísimas más opciones que para definir cada clase social.

El resultado es que ya no asociamos tan fácilmente el consumir un determinado producto con la acción de un miembro de una clase social. Al contrario, comprar algo se considera la acción única e inalienable del consumidor, el cual ignora los viejos determinismos de la clase social. La masa revolucionaria del comunismo ha sido reemplazada por la fila disciplinada del consumismo. Y así, en vez de declarar la guerra al capitalismo, el comprador domesticado aguarda a las puertas del comercio su turno para consumir, armado sólo con paciencia, buen humor y una tarjeta de crédito.

La verdadera excepción a la interminable cola consumista para morder la manzana fue Rusia. Según informaba el canal de noticias Vesti, el iPad 2 no se vende allí donde el comunismo triunfó durante décadas. Pero como lo prohibido y lo escaso son fuente de tentación y negocio (sino que se lo recuerden a Eva o que le pregunten a Al Capone), fue un ruso, Alex Shumilov, quien ha pasado a la historia del consumismo como el primer comprador de un iPad 2 en la tienda de Apple en la capital del capitalismo, Nueva York. La tienda está ubicada entre los comienzos del barrio de billonarios del Upper East Side y el extremo más bullicioso de la Quinta Avenida – no muy lejos de la glamourosa joyería de Tiffany’s y del cuartel general del magnate inmobiliario Donald Trump.

El intrépido Alex voló desde Moscú con un día de antelación. Se posesionó de su parcela de calzada neoyorquina junto a la entrada de la tienda. Y al rato, a Alex (él ya lo sabía así que no se asustó) le fue creciendo el cuerpo desmesurado de un ciempiés a sus espaldas. Tres docenas de horas más tarde, salió de la tienda con dos iPads 2 en cada mano, con la sonrisa del consumidor más feliz del mundo y acosado por flashes y micrófonos.

Alex confesó que revendería ambos de vuelta a Rusia por un precio muy superior. Y como él, otros tantos rusos que viajaron a Estados Unidos con idéntico objetivo. Para evitar que se conviertan en Al Capones del iPad 2, las autoridades rusas han declarado la guerra al contrabando. Días después, un joven de veinticinco años fue detenido en el aeropuerto moscovita de Domodedovo. Se le incautaron trece iPads 2. (Quizás el número le trajo mala suerte.)

Si no cede a la tentación del contrabando, el ansioso consumidor ruso debe contentarse de momento con una Samsung Galaxy Tab (como la del presidente Medvedev) u otras variedades de tabletas. O esperar a que al iPad 2 le llegue su Perestroika particular y entonces pueda ser comercializado y consumido.

Jóvenes como Alex y el “contrabandista” de los trece iPads 2 no quieren cambiar el mundo. Quieren consumirlo. Para ser más preciso, en nuestros tiempos, la mayoría (cuanto más adolescente, más evidente) sólo aspira a cambiar el mundo para poder consumirlo mejor. Cuando en 2007, Apple rebajó en Estados Unidos el precio del primer iPhone en doscientos dólares, los consumidores revolucionaron la red con críticas hacia la compañía. Su presidente, Steve Jobs, se disculpó y ofreció un crédito de cien dólares a los consumidores agraviados. Y colorín colorado, revolución terminada y felicidad consumista restaurada.

Ante respuestas empresariales como la de Jobs, difícilmente Estados Unidos será desbancado como el paraíso terrenal del consumidor. No existen oficinas del consumidor a escala local (lo que acaso favorecería la conciencia colectiva), sino el tentador customer service (servicio al cliente). Éste atiende y soluciona las zozobras de cada consumidor por separado y sin contagio posible con las quejas de otros camaradas consumistas. Por eso, el triunfo paradisíaco del customer service en Estados Unidos es inapelable.

Decenas de miles de estadounidenses y extranjeros como Alex hacían cola para adquirir su iPad 2, mientras una minoría menguante continuaba batallando en Wisconsin para recuperar, entre otras libertades, el derecho de los funcionarios a la huelga. Un derecho prehistórico, una antigualla inservible y polvorienta de los tiempos de El manifiesto comunista, que a pocos logra movilizar en la era Apple y del manifiesto del individuo consumista.

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