Álvaro Santana Acuña

La generación nonata

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Pintura de Carducho (La estigmatización de san Francisco)

Vicente Carducho, ‘La estigmatización de san Francisco’, 1605 (Hospital de la V.O.T. de San Francisco de Asís, Madrid)

 

 

Y con pincel divino,
Juan Bautista Mayno,
a quien el arte debe,
aquella acción que a las figuras mueve
–Lope de Vega, Laurel de Apolo (1630)

 

El cielo azul cobalto, de una nubosidad impenetrable, está rasgado en dos. El denso manto nuboso comienza a replegarse sobre sí mismo, transformándose el desgarro celestial en un profundo túnel con forma de almendra mística. A su entrada aguarda, resplandeciente, la Inmaculada Concepción, flanqueada por el Espíritu Santo, la luna llena a nuestra izquierda y menguante a la derecha; mientras a su alrededor orbitan un espejo, un cáliz, una escalera sin fin y otra larga escalinata que acaba ante una pequeña puerta abierta en el cielo. Obra de Juan Sánchez Cotán, «La Virgen de la Inmaculada Concepción» (c. 1617) era uno de los cuadros más llamativos de la exposición sobre el arte español entre El Greco (1541-1614) y Velázquez (1599-1660) que visité, un año del que no quiero acordarme, en el museo de Bellas Artes de Boston.

La exposición mostró principalmente lienzos de pintores que iniciaron su carrera artística cuando El Greco era un reconocido maestro y que alcanzaron la madurez profesional antes de que Velázquez obtuviese la fama. Sin embargo, los trabajos y los días de Eugenio Cajés, Vicente Carducho, Bartolomé González, Juan Bautista Maino, Pedro Orrente, Francisco Pacheco, Francisco Ribalta, Juan de Roelas y Juan Sánchez Cotán son hoy tan desconocidos para el gran público que esta generación intermedia entre El Greco y Velázquez mejor podría denominarse «la generación nonata».

La mayoría de sus miembros nacieron entre 1560 y 1580. Amamantados por el imperio contrarreformado de Felipe II (1556-1598), maduraron en torno a la corte barroca de Felipe III (1598-1621) y murieron como quijotes luchando contra un mundo estético al que ya no pertenecían. Años antes de su ocaso, varios de los «nonatos» habían obtenido el prestigioso y deseado título de pintor del rey, mientras sus lienzos e ingenio eran celebrados por escritores del Siglo de Oro como Lope de Vega, Quevedo y Góngora.

Pese a los estudios de historiadores del arte como Angulo Iñiguez y Pérez Sánchez en los años sesenta del siglo XX y Peter Cherry y Enrique Valdivieso en la actualidad, el desconocimiento popular sobre «la generación nonata» se perpetúa en los centros educativos, permea las páginas de numerosos libros de historia del arte español, gobierna el espíritu de las exposiciones de moda y, sobre todo, embota los sentidos de los visitantes museísticos, quienes como cazadores con cámara en mano sólo buscan capturar la imagen de su presa, la ilustre obra cumbre del arte universal, mientras desprecian como caza menor los otros cuadros de la manada colgados de las paredes. Resultado: el arte es percibido colectivamente como la excrecencia de Grandes Artistas, cuyas obras maestras puntúan aquí y allí el largo discurrir de la historia del arte.

Las críticas hacia este entendimiento individualista del arte no son nuevas. Para sociólogos como Howard Becker (Art Worlds, 1982), historiadores como Arnold Hauser (Historia social de la literatura y el arte, 1951) y escritores como Honoré de Balzac (Ilusiones perdidas, 1837-1843), la clave radica en el entorno del artista. En vez de encumbrar su genialidad, ellos lo convierten en la gota de un océano, lo reducen a un pequeño nodo inserto dentro de múltiples y complejas redes institucionales, económicas, culturales, sociales y personales. Esas redes, tanto formales como informales, explican el triunfo del artista y sus obras, las modas pasajeras, el ascenso, apogeo y ocaso de movimientos artísticos y también cómo funcionan las instituciones del mundo del arte. A «la generación nonata» le sucedió igual.

Sus miembros apadrinaron la transición del manierismo al barroco temprano y fueron los portavoces pictóricos de la Contrarreforma, marcada por una avalancha de santificaciones masivas en forma de cuadros. Cuatro de los pintores más poderosos y reverenciados del siglo XVII, Velázquez, Alonso Cano, Zurbarán y Murillo surgieron de las redes profesionales de los pintores sevillanos de fines del XVI, quienes funcionaban como un gremio con férreas políticas matrimoniales entre familias de pintores (por ejemplo, el «nonato» Pacheco fue maestro de Cano y de Velázquez, su futuro yerno) y repetidamente creaban compañías con otros artistas como ensambladores de retablos, doradores, escultores y rejeros. Sevilla era además sede de la Casa de contratación del comercio con América, y por tanto uno de los centros financieros del mundo.

¿Por qué la influencia pretérita de los «nonatos» no se siente en el presente? Las redes en las que flotaban como gotas de aceite en un océano no pueden entenderse sólo a través de la sociología del arte, sino con ayuda de la historia. A diferencia de El Greco y Velázquez, los «nonatos» no lograron que las redes que los encumbraron se reprodujesen tras su muerte, sino que murieron con ellos. Hoy los únicos miembros de «la generación nonata» conocidos popularmente no son pintores, sino dos escultores: Gregorio Fernández y Martínez Montañés. Sus pasos de Semana Santa, acaso la contribución más perenne del arte contrarreformista, son procesionados cada año desde hace más de tres siglos por instituciones como cofradías y hermandades, y hoy son celebrados por el gran público local y turístico, perpetuándose así la genialidad artística de ambos escultores.

Entre el triunfo pasado de los «nonatos» pintores y nuestra memoria actual y colectiva sobre ellos se interpone un irregular tamiz histórico, que cierne el contenido y la forma de las redes que los recuerdan junto con sus obras y su época. Sin el arbitraje de la historia, las poderosas redes del pasado no alcanzan el presente.

Si el Gran Artista es aún percibido colectivamente como un genio es gracias a la herencia de la antigüedad clásica, rescatada por el renacimiento y finalmente reinventada por el individualismo liberal capitalista. Pero el desconocimiento actual sobre los otrora geniales pintores de «la generación nonata» nos demuestra que los artistas son minúsculas piezas de un complejo puzle de redes sincrónicas y diacrónicas.

Frente al habitual salto olímpico del viejo El Greco de «La visión de San Juan» al joven Velázquez de «La vieja friendo huevos», esa exposición, visitada hoy por mis recuerdos, desmentía la creencia general de que entre ambos artistas sólo existió un estupendo erial pictórico.

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