Luis Martín

Democracia real (y libre mercado real) ya

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El espejismo del libre mercado y el ciudadano que paga el fracaso ajeno

El año 2008 fue cuando muchos señalaron a la crisis financiera como la evidencia tangible del fracaso del capitalismo. Sin llegar a reconocer semejante denuncia, ese mismo año los líderes de las principales potencias mundiales (G20) se reunieron para acordar la titánica tarea de «refundar el capitalismo». «Le laissez faire, c’est fini«, sentenció el presidente francés, Nicolas Sarkozy al convocar dicha reunión. Pero, ¿realmente podemos afirmar que el crack financiero de 2008 se produjo como consecuencia de un sector financiero «sobredimensionado» y demasiado desregulado?

Peter Schiff, objeto de burla a principios de la década por sus agoreras predicciones sobre la economía estadounidense, y al que hoy de manera casi milimétrica la Historia ha dado la razón (y al que habría que escuchar con mayor atención sobre sus pronósticos de lo que viene), propone todo lo contrario: la raíz del problema es precisamente un exceso de intervencionismo gubernamental a favor de los intereses de las élites en Wall Street; el poder financiero que Schiff denuncia lleva décadas condicionando la política y la distribución de riqueza en EE.UU.

El argumento de Schiff, no sólo tiene sentido, sino que, analizando la historia reciente, se puede demostrar.

La función del estado en una economía de libre mercado, como Jorge Suárez Vélez tan nítidamente define, es:

«ofrecer reglas claras, un estado de derecho que funcione, una carga regulatoria razonable y ligera, evitar condiciones oligopólicas en la economía, desarrollar infraestructura moderna, ofrecer las condiciones para que la competitividad crezca (incluyendo articular sistemas educativos modernos y no politizados que permitan que la fuerza laboral se desarrolle, sea más productiva y su ingreso crezca no porque el gremio extorsionó sino porque el trabajador tiene habilidades que el mercado busca y premia), e implementar códigos fiscales sencillos y transparentes que no ahorquen a las empresas ni castiguen el éxito de los individuos y en los que todos paguen impuestos, como una buena medida para que exijan que se evite el despilfarro fiscal. Una vez realizadas esas tareas, hay que dejar que los mercados se encarguen de que el capital fluya hacia donde haga sentido, e incluso de que castiguen el fracaso. El capitalismo sólo tiene sentido cuando el fracaso cuesta.»

La anterior definición está a años luz de ser operativa en el mundo real de Occidente. Se puede teorizar en las aulas sobre si ésta es efectiva o no de cara al óptimo desarrollo sostenible de un país; pero lo cierto es que, en la actualidad, los principios básicos de economía de libre mercado tan denostado por unos y aclamado por otros no termina de cruzar la frontera del libro de texto a la práctica. Para muestra un botón: si el ejemplo de una economía de libre mercado es la creación de un monopolio gigantesco semiprivado, con una cuenta de resultados blindada por los impuestos de los ciudadanos y cuyo supuesto objetivo es actuar como eje financiero del sector inmobiliario del país más poderoso del mundo, como se dice coloquialmente, «que baje dios y lo vea». Hablamos, por supuesto, de Fannie Mae y Freddie Mac, los dos mayores emisores de hipotecas subprime estadounidenses, cuyo ruinoso fin y desastroso alcance global es por todos conocidos.

Así, multitud de intervenciones sancionadas por el estado para favorecer grupos de poder en materia industrial, farmacéutica, agrícola, financiera, etc. hacen posible que, por mucho que empleemos la palabra libertad, la economía es de todo menos libre. No hablamos ni siquiera de economías planificadas, hablamos de intervenciones políticas corruptas que distorsionan los mercados para favorecer a unos cuantos.

Dicho de otra manera, la crisis financiera mundial desatada por el fraude de las hipotecas basura no se debió al «capitalismo americano salvaje» que a los europeos tanto nos gusta denunciar y que en realidad es inexistente, sino a la corrupción de quienes, elegidos democráticamente, han aprovechado el poder para garantizar que, en el capitalismo salvajemente corrupto, el fracaso le cueste siempre a los mismos.

Aquellos que ayer prometían las bondades del libre mercado adulterado acercándonos a sueños de casa propia sin entrada, cheques-bebé para toda madre que se pasase por el paritorio y subsidios para cambiar de automóvil al grito de “¡consumid!” (grito literal en el caso del presidente del Gobierno español), hoy acusan de la crisis a “los mercados”, a “un sistema que se ha alejado de los valores del capitalismo”, al escaso aumento de la productividad en el anterior “ciclo expansivo” y, más cínico si cabe, a los ciudadanos irresponsables y despilfarradores que “vivieron por encima de sus posibilidades”.

El cinismo no acaba ahí. Hoy, con Grecia como telón de fondo, los agentes financieros internacionales que operan con mayor poder que algunos estados y sin los inconvenientes que supone el proceso democrático, dictan las recetas que hemos de asumir los ciudadanos para “salir de la crisis”. Dichas recetas, administradas en pequeñas dosis como es el caso de España y de forma urgente e intravenosa en el caso de Grecia, vienen a decir tres cosas fundamentalmente: para restaurar el orden y crecer hay que gastar menos, trabajar por menos, y renunciar a nuestros servicios y patrimonios públicos. ¿Cómo? Laissez faire c’est pas fini!

  • Desregular el empleo.
  • Reducir los salarios.
  • Privatizar servicios y bienes públicos.

Es decir, más de lo mismo: libre mercado para unos pocos y pérdidas para la mayoría.

Lo que se busca no es mayor competitividad, término burdamente reducido a “mano de obra barata” por la clase política y sus maestros (ver artículo de Ignacio Escolar para una excelente crítica del delirante “Índice de Competitividad Global” del Foro Económico Mundial en 2010). Más bien, y aunque el gobernador del Banco de España intente disfrazarlo con un ridículo oxímoron (se necesita «mayor flexibilidad en la utilización del factor trabajo con un mayor grado de protección al trabajador«), lo que se pretende es seguir con la vieja fórmula de abaratar servicios y empresas públicas para luego pasar su gestión, ya convenientemente “flexibilizada”, a manos privadas. Negarán la mayor, por supuesto, pero ahí queda la Historia para exponerlos: la América Latina que hizo de tubo de ensayo para las fórmulas de “desarrollo sostenible” del FMI.

“Democracia real” es acción ciudadana real

Alertándonos de los efectos nocivos de la pseudociencia, Carl Sagan explicaba que «la gente prueba distintos sistemas de creencias para ver si le sirven. Y, si estamos muy desesperados, todos llegamos a estar de lo más dispuestos a abandonar lo que podemos percibir como una pesada carga de escepticismo».

Sagan hablaba del miedo, del ansia que produce aceptar la realidad y que nos hace conformarnos con fábulas. Hoy, pese a la rotundidad de los hechos que nos catapultan a lo que podría resultar la mayor crisis mundial jamás concebida, seguimos deseando creer en los líderes que nos han precipitado a la situación actual, huir hacia adelante con mucho wishful thinking y tragar la medicina de “sacrificios” que nos recetan nuestros prestamistas.

El politólogo Giovanni Sartori afirma que la única forma de romper las oligarquías de los partidos políticos organizados no es la democracia directa e inoperativa que reclaman los indignados desde la plaza Syntagma o la Puerta del Sol, sino desarrollando verdaderos mecanismos de control y de separación de poderes. Hay que reconstruir el sistema, no parchearlo.

Por supuesto, impulsando mayor participación ciudadana en la vida política. Y, de absoluta importancia, imponiendo que los cargos públicos tengan, como es el caso de los administradores de las más pequeñas a las más grandes empresas, responsabilidad de sus acciones como gestores de lo público. Sólo entonces podremos acercarnos al libre mercado y democracia reales. Un escenario donde las reglas sean iguales para todos, donde el mérito y el trabajo vean recompensa y el fracaso no sepa de «demasiado grandes para caer».

La cuestión es que cambiar el orden de las cosas e introducir cambios desde fuera del sistema de los partidos es imposible, como lo es lograr que nuevas formaciones penetren las defensas de dicho sistema y extirpen de él a las élites que llevan décadas monopolizando en el poder.

El único campo de maniobra que le queda al ciudadano de a pie es tomar acciones reales que verdaderamente golpeen al sistema para moldearlo a fuerza de cincel que no de cacerolazos: boicots al consumo de ciertos productos y servicios, operar fuera del sistema bancario… Para eso hace falta una masa crítica, y ahí es donde surge otro problema.

El otro problema es, como también se lamenta Federico Mayor Zaragoza, que “nos tienen distraídos”.

Sartori dice que la democracia no puede funcionar si la opinión pública no está informada y, desafortunadamente, la televisión ha logrado que “sólo sepamos lo que vemos, no lo que somos capaces de discernir”.

Si los ciudadanos somos responsables de algo es de estar desesperada y temerosamente distraídos, y así seguiremos sin democracia y mercados libres reales.

 

Nota: En medio de protestas que comienzan a tornarse violentas y una huelga general, hoy se debate en el parlamento griego el “plan de medidas de austeridad y privatizaciones” que la troika formada por el FMI, el BCE y la UE reclama al país heleno como conditio sine qua non para aprobar su «rescate». Al respecto, el líder de la oposición, Antonis Samaras, advirtió hace unos días: «me están pidiendo que apoye una medicina para alguien que está muriendo por culpa de esa misma medicina. No lo haré«.

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