Economista Descubierta

Papá, profesor de autoescuela. Mamá, copiloto ideal.

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(de "Familia no hay más que una”, indispensable libro de Gomaespuma)

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Yo, que de autoestima ando bastante bien, y que me desenvuelvo sin problemas sea en Beirut sea en un arrabal de Maputo, hay cosas que hago mal.

Que hago, pero hago mal. Y una de ellas es conducir; ojo, no es que no sepa, es que lo hago mal. Y no lo hice siempre mal, como no siempre tuve presbicia o patas de gallo.

Siempre me he preciado de haber aprobado a la primera y tener coche desde los 18, pero, cada vez que he podido, he delegado el asunto “conductorio” en manos más expertas que las mías.

Convertida en irreductible peatonal con más razón que los de la bici crítica, que son tan pesados como las de la liga de la leche, conseguí evitar conducir los últimos cinco años y limitar mi uso del famoso vehículo propio al mínimo exigible, que, desde luego, no pasa por llevar a niño alguno a un cumpleaños fuera de la M-30.

Lo que hay fuera de la M-30 es Mordor. Se lo digo yo que ahora me trago autobús verde y metro y llego oliendo a garbanzos todas las noches. Todo por no sólo no conducir, sino por no sacar papelito, no empadronarme, no alquilar plaza de garaje, no pagar gasolina, no desquiciarme en el atasco y todas las miserias de todos los imbéciles que todas las mañanas se desplazan por las súper rotondas que comunican barrios que nunca debieron dejar construir porque de ellos no se puede escapar andando.

Pero, al final, no me quedó más que reconoce que le estaba cogiendo un terror reverencial que yo misma no puedo permitirme. Así que llamé a una autoescuela especializada en amaxofobia, que por lo visto es como se titula mi repelús por el volante, y decidí contratar tres clases de M-30 por si acaso me decido a malgastar 300 euros mensuales en sacar el cochecito y enfadarme de forma individual y no colectivamente en un autobús verde.

Así que me he pagado tres clases de miraditas de conmiseración y semidesprecio de un listillo al que no me ha quedado más remedio que espetarle a eso de «esto es cuestión de práctica» un “ya, como el alemán. ¿Usted habla alemán?, pues es muy fácil, es cuestión de práctica”.

Como soy una bocazas, en lugar de callarme y decir que venía de misa, lo cuento en casa entre la carcajada del padre y del marido y el estupor de la prole que suponía, por haberme visto un día, que yo conducía.

Para qué pagas eso, tonta del culo, haberte venido conmigo a dar vueltas por la M-30 un domingo.

Vamos, que termino mi humillación mañana. Me prometo tres al año para recordarme que si no lo hago es porque no quiero y me dedico a lo mío, que es coger autobuses verdes.

* * *

 

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