¿Qué pasa en Ucrania?
¿Acaso el proceso de disgregación es más tolerable que el de reintegración a una nación de la que nunca se deseó la separación?
I.
Ucrania es una nación creada artificialmente gracias al descaro de los nacionalistas, a la debilidad de la Rusia de Yeltsin y a la incapacidad, no exenta de malicia, de Occidente para desarrollar una política adecuada.
La Ucrania actual es hija directa de un mito nacionalista alentado desde el exterior. Los nacionalistas ucranianos afirman que nunca fueron parte de Rusia, que Rusia los oprimió llegando hasta el genocidio con Stalin y que los buenos ucranianos sólo pueden ser independentistas. La realidad histórica es que el primer estado ruso tuvo como capital a Kíev, la actual capital ucraniana; que los ucranianos siempre se sintieron rusos y basta citar a los cosacos, a Gógol o a Bulgákov para entenderlo; que el nacionalismo ucraniano fue creado por Alemania para debilitar al imperio ruso; que fue la URSS de Stalin la que causó el hambre en Ucrania, pero, sobre todo, en Rusia; que los nacionalistas ucranianos fueron aliados feroces de Hitler hasta el punto de que las SS consideraban que su antisemitismo era superior al propio y que Ucrania fue favorecida con concesiones territoriales cuando un ucraniano llamado Jrushov fue el señor del Kremlin. En otras palabras, Ucrania ha sido siempre rusa aunque, desde inicios del siglo XX, alguna potencia extranjera alentara su independentismo para así poder someter a Rusia. ¿Les suena familiar? Cuando la URSS se colapsó, Yeltsin permitió que se desgajaran de la federación rusa naciones invadidas cuya independencia estaba justificada – Estonia, Lituania y Letonia – y otras que siempre fueron rusas como Bielorrusia o Ucrania. No sólo eso. Para evitarse complicaciones, Yeltsin incluso toleró que se llevaran pedazos de tierra rusa como la península de Crimea que nunca fue ucraniana. Es comprensible que sólo deseara quitarse de encima problemas, pero el semillero de conflictos que esa actitud abandonista provocó fue inconmensurable.
Por si fuera poco, a la debilidad del Kremlim, se sumó el interés de un Occidente encantado de ver – igual que el káiser y luego Hitler – cómo desaparecía la protección territorial de Rusia. Para los partidarios de lo que entonces se denominó el Nuevo Orden Mundial – ¿qué se fizo de ellos? – una Rusia vulnerable era más que deseable. Por supuesto, los nacionalistas no podían creer en su dicha. Su antigua patria los dejaba hacer a su antojo y la primera potencia del globo les ponía alfombra roja. De la noche a la mañana, toda la herencia rusa fue arrojada a la hoguera y se construyó un pasado ucraniano más falso que un euro de madera, basado en un victimismo que decía, bastante falsamente, que la culpa de todo la tenía Rusia.
De esa suma de debilidad rusa, ambición occidental y falta de escrúpulos nacionalista surgió Ucrania, una nación nueva que nunca había existido. La nación real brillaba por su ausencia porque, con los matices y excepciones que se quiera, mientras que el oeste de Ucrania se identificaba con el nacionalismo, imponía el ucraniano como lengua oficial, se definía como católico e intentaba ahondar el abismo frente a Rusia incluso reivindicando a los ucranianos que habían combatido al lado del III Reich; el este se sentía ruso, hablaba ruso, pertenecía a la iglesia ortodoxa rusa, seguía odiando a los invasores nazis y no se fiaba un pelo de los nacionalistas que mentían la Historia para levantar su feudo. Así comenzó todo.
II.
Con esos mimbres, los pasos dados por el nuevo estado no tardaron en quedar de manifiesto. Se impuso el ucranianismo por decreto, se hizo imposible la vida de los rusos – la situación llegó hasta tal punto que Putin acabó ofreciéndoles recuperar la nacionalidad rusa si lo deseaban – y, sobre todo, se creó una clientela que apuntalara la nueva nación a la vez que se derrochaba mitología nacionalista y se prometía el más feliz de los mundos en el seno de la Unión Europea. Como todo sucedía al mismo tiempo que había levantar nuevas estructuras administrativas, el resultado fue el que cabía esperar. Un parte considerable de la población se sintió, con razón, oprimida; otra parte se sintió encantada de enriquecerse a la sombra del poder nacionalista y la nación se fue endeudando a una velocidad vertiginosa no sólo porque los estados modernos son caros sino porque las clientelas políticas, más tarde o más temprano, resultan imposibles de mantener y porque la corrupción siempre acompaña al nacionalismo de la misma manera que el hedor a los excrementos. Al cabo de unos años, Ucrania se había visto lanzada a una situación económica que hay que definir, como mínimo, de delicada. Por si los nacionalistas ucranianos no hubieran causado poco mal, la situación internacional tampoco ha ayudado. Si Rusia no puede ver con buenos ojos que Ucrania acabe convirtiéndose en una cabeza de puente para amenazar su seguridad, la Unión Europea ha demostrado ser menos estúpida de lo que pretendían los nacionalistas y para seguir dispensando ayuda económica ha exigido la adopción de unas medidas sensatas, pero que implicaban, en no escasa medida, desmantelar el sistema clientelar ucraniano. En otras palabras, o Ucrania se sometía a las exigencias de la UE e intentaba enmendarse y, a cambio, se distanciaba de una Rusia de la que dependen centenares de miles de empleos o Ucrania se olvidaba del imposible sueño y estrechaba sus relaciones con Rusia. El realismo, por un lado, y el deseo de mantener un sistema discutible emanado del nacionalismo ucraniano acabó impulsando al gobierno a distanciarse, con notable pragmatismo, de la UE y a intentar un acercamiento a Rusia. Pero una cosa es el camino más sensato y otra, muy diferente, los resultados que derivan de seguirlo, sobre todo, cuando hay gente decidida a jugar a aprendiz de brujo.
III.
La aventura independentista de Ucrania lleva años teniendo un coste no pequeño. Por si, gracias a los nacionalistas ucranianos, aquella tierra tuviera pocos males, ahora se suma la acción de grupos exteriores – y no me refiero precisamente a Rusia – que han decidido que no les agradan los últimos pasos dados por el ejecutivo.
Precisamente, por ello no han tenido reparo alguno en provocar una subversión callejera que actúa con la misma irresponsabilidad que la que respaldó la mal llamada primavera árabe. Si lo conseguirán – de momento, están subvencionando con cierta generosidad a no pocos de los manifestantes – excede de los límites de estos artículos, pero sí resulta obligado reflexionar sobre los frutos de haber cedido hace años ante el independentismo o de haberlo alentado y reconocido internacionalmente. Si Yeltsin no hubiera capitulado ante los nacionalistas ucranianos; si éstos no hubieran creado una nación artificial y dividida con el respaldo de naciones que dieron muestra de más maquiavelismo que sensatez; si no hubieran podido drenar sus recursos para crear una clientela afín al evangelio del nacionalismo; si no hubieran endeudado al país de una manera que ya no es bueno para nadie salvo para los que desean obtener ganancias de pescadores aprovechando el río revuelto… si nada de eso hubiera sucedido, Europa no estaría corriendo ahora el riesgo de una nueva guerra civil provocada por el hecho de que las naciones no pueden surgir a golpe de mitos y gastos clientelares. Más allá de los análisis, la leche derramada por el nacionalismo ucraniano ya no la recogerá nadie y puede convertirse en sangre en virtud de una trasmutación mucho menos feliz que la que consiguió Jesús en las bodas de Caná transformando el agua en vino. Pocos momentos habrá más adecuados a la hora de reflexionar con lo que puede acabar pasando con otros nacionalismos peninsulares tan carentes de base histórica como el ucraniano, pero todavía más experimentados durante décadas en la creación de clientelas insostenibles y en dilapidar los caudales públicos. Ucrania tiene considerables riquezas naturales y ha podido jugar hábilmente a dos bandas. Al menos, hasta cierto punto. Sin embargo, el nacionalismo sólo ha conseguido empobrecerla, encrespar a la sociedad y demostrarse impotente a la hora de que agentes foráneos desestabilicen la nación.
Ahora meditemos lo que pasaría en una Cataluña o una Euskalherría independientes carentes de esas riquezas, con una deuda galopante, una clientela inmensa y una indefensión absoluta ante las mafias y las potencias internacionales. La primera sería troceada entre el terrorismo islámico – que ya recluta allí a no pocos de los combatientes de Irak y Afganistán – y las mafias del Este de Europa, mientras los tiburones comprarían la tierra por cantidades miserables para revenderla en diez veces su valor diez años después. En cuanto a las Vascongadas, ni siquiera podría pagar su sanidad ni su sistema de pensiones que costeamos ahora todos los españoles mientras las empresas huirían de la Cuba cántabra que crearía Batasuna. En ocasiones, no puedo dejar de pensar que eso es precisamente lo que acabará sucediendo porque, a fin de cuentas, es lo que llevan sembrando impunemente desde hace décadas.
De aquellos polvos…
El escándalo por el referéndum que independiza a Crimea de una Ucrania a la que, históricamente, nunca perteneció y abre el camino para su reintegración en Rusia es un ejemplo más que obvio de lo que señalo.
La Santa Sede y la Unión Europea, especialmente Alemania, contemplaron con enorme agrado el desmembramiento de Yugoslavia especialmente porque comenzó por Croacia. La nueva república balcánica no sólo era católica – durante la segunda guerra mundial fue, de hecho, convertida en un estado católico y genocida perpetrador de un horrible Holocausto – sino que además recordaba la época en que había sido aliada del III Reich. Con el agua bendita del Vaticano y el respaldo económico de una Alemania que la veía como una salida al mar, la independencia fue bienvenida y comenzó un auténtico calvario para la antigua Yugoslavia. Su final, tras matanzas y horrores sin cuento, parece haber llegado con una independencia unilateral de Kosovo que España, a diferencia de la UE, no ha reconocido. Mientras tanto incluso asistimos al arrasamiento de Serbia sin respaldo alguno del derecho internacional y mucho menos de la ONU creando un precedente peligrosísimo. La satisfacción con la que algunos contemplaron el desmembramiento yugoslavo se convirtió en auténtico placer cuando pedazo tras pedazo de territorio se fue desgajando de Rusia. En algún caso, como las repúblicas del Báltico, podía existir cierta lógica para que así sucediera aunque no cabe olvidar que, por ejemplo, la mayoría de la población de Lituania es rusa. Carecía, sin embargo, de ella en otros como Bielorrusia o Ucrania. Sin embargo, muchos aplaudieron el creciente aislamiento de Rusia pese a que chocaba con tratados internacionales como el firmado por Yeltsin, Shushkevich y Kravchuk en 1991 creando una especie de Unión eslava entre las repúblicas de la extinta URSS. No sólo eso. Incluso decidieron que no sería mala idea apuntar con misiles a Rusia – ¡como Jrusshov hizo con Estados Unidos desde Cuba! – a pesar de que la URSS había desaparecido. Los misiles en la Habana apuntando a Miami estaban mal, pero los situados en Polonia en dirección Moscú eran una bendición. Tan contentos estaban todos con hacer y deshacer a su antojo que, de repente, ahora todo el mundo se siente desconcertado ante las consecuencias de sus actos. Sin embargo, las naciones desgajadas de la antigua URSS son, en ocasiones, totalmente artificiales. En el caso de Ucrania, tanto en 2004 como en 2014, el veredicto de las urnas se torció en virtud de algaradas callejeras provocadas por los nacionalistas con ayuda extranjera. Ahora, inesperadamente, ha sucedido lo contrario. Se ha convocado un referéndum en Crimea y la antigua región rusa ha decidido separarse de Ucrania y reintegrarse al lugar de donde nunca debió salir. Ante un comportamiento así, ¿qué autoridad moral tienen la NATO que arrasó Serbia quebrantando las leyes internacionales y la UE que ha aceptado la independencia unilateral de Kosovo? No quiero ofender susceptibilidades, pero me temo que ninguna. ¿Acaso el proceso de disgregación es más tolerable que el de reintegración a una nación de la que nunca se deseó la separación? Pues, desde luego, no fue lo que pensó la UE cuando Alemania se reunificó. Por lo que se refiere a la Santa Sede que tanto aplaudió la independencia de Croacia, esta vez ha optado por un prudente silencio. Guste o no reconocerlo, a esta situación indeseable, hemos llegado porque un día algunos pensaron que desmembrar Yugoslavia o la antigua URSS era una idea genial. ¡Necios! Fueron disparates provocados por la ignorancia de lo que es el mundo tras la Guerra fría o incluso por mala fe. Pues bien, de aquellos polvos, vienen estos tanques.
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