Frikis y margis
En mis épocas escolares no había frikis ni margis. Quiero decir que no se había inventado la denominación, pero tampoco el concepto.
Naturalmente que había niños de los que todos se reían o a los que acosaban; y por supuesto que había empollones, pero estos últimos no sólo no tenían mala fama, sino que eran abiertamente envidiados. Con mote o sin mote, que al Cuatro Ojos le dieran tantas matrículas de honor como asignaturas era envidiado públicamente.
Que los niños son crueles, y las niñas más, y que la guapa se pavonea y el machito presume de galán es tan viejo como la escuela misma. No recuerdo con especial cariño los años de 6º, 7º y 8º (que ni sé a lo que corresponden actualmente y no me lo pienso aprender, no vaya a ser que lo cambien), que son esos años horribles donde las niñas se dedican a excluirse y amigarse. Sí recuerdo que de una de esas exclusiones nació mi interés por otras niñas con las que nunca había hablado y que también merecían la pena. Mira tú por dónde, termina uno por agradecer el día que se libera de «amigas» que arrastra desde párvulos y que no sirven para nada.
Pero no tenía que ver con las notas ni con los estudios. No sé muy bien a qué se debe, pero el caso es que a todos nos ha pasado. Y tampoco se llamaban margis.
Tampoco tenía que ver con la ropa, ni con la vida social, que en mi provincia de tercera la vida social era la misma para todos, y la ropa ni les cuento. No sé por qué pasa, pero pasa. Supongo que es la envidia y que tampoco existía el concepto de «popularidad», concepto que a mí me tiene fascinada, porque en mi época ser popular no tenía relevancia.
Sin embargo, el empollón tenía un estatus especial a prueba de envidiosos. Y es que el que sacaba buenas notas era honrado públicamente. El mejor de la clase, el que salía el primero en la lista de notas publicada en el tablón a la vista de todos, el de la beca de excelencia, el ganador del Concurso Coca-Cola y la beca de Spanish Heritage para ir a Estados Unidos.
Y el que se pegaba un verano de lujo y le daba la nota para elegir no ya instituto, sino Medicina, donde entonces pedían un 9, y sobrarle media para decidir si en la Autónoma o en la Complutense. El empollón era empollón, pero no era un friki.
Los frikis no existían porque estudiar no estaba mal visto. Lo que estaba mal visto era repetir, Dios nos libre, o hacer el ridículo en un examen oral balbuceando «A un olmo seco» y siendo enviado al pelotón de los torpes sin excusa.
El que hacía el tonto en clase, el graciosillo, el que hacía pellas y el que suspendía inglés tenían gracia un rato, pero no eran un modelo. Te reías un rato, otro rato ya no te reías, y en el último trimestre al empollón le llovían peticiones de apuntes, de clases particulares y había tortas por sentarse a su lado a ver si la ciencia infusa se transfundía en los pupitres. He leído por ahí que los frikis de hoy serán tus jefes de mañana y, desde luego, los de mi clase están estupendamente situados.
Pero claro, llegó el buenísmo y la inclusión y a los vagos había que darles un título escolarizante, y sobre todo, no dañarles la autoestima, porque pobres, para qué servirá saberse «A un olmo seco» y qué necesidad hay de estigmatizar al repetidor.
Y eso, en lugar de animar al mentecato, frustró al esforzado que se quedó sin reconocimiento y sin medallas. Sin mención de honor, sin publicación de listas, no vaya a ser que alguno se moleste y se deprima.
Supongo que a los ojos de los actuales escolares yo sería una friki. No muy margi, o tal vez un poco sí, pero sí bastante friki. Pero como comprenderán, a palabras necias, oídos sordos.
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