Guerra de Divisas, ¿un peligro para las exportaciones europeas? (II)

David de Bedoya Azorín-Albiñana
En el artículo anterior comentábamos que los desequilibrios provocados en un sistema monetario internacional de tipos de cambio flexibles cuya base se cimenta en la teoría monetarista no sólo producen efectos en el muy corto plazo sino que tienden a reequilibrarse vía costes y vía tipos de cambio. Además, en el caso de que todos acudan a la guerra de divisas la situación se vuelve totalmente inocua. Siendo más certeros, se vuelve inocua de cara al comercio exterior pero sedimenta profundos desajustes en el mercado interior con base a una divisa que pierde su utilidad como atesoramiento de capitales.
Ahora bien, es necesario en este punto estudiar cómo afecta realmente a la situación del déficit exterior en el que España estaba inmersa la depreciación de la divisa (si bien se ha dado una apreciación del Euro al no entrar el BCE en la devastadora guerra de divisas, lo cual podría afectar seriamente nuestro tejido exportador en el corto plazo como ya hemos argumentado).
En primer lugar, es preciso partir de una aclaración de cómo se encuentra la economía española y por qué, al menos respecto de su situación con el comercio internacional.
Nuestra nación ha vivido, como ya habíamos adelantado, endeudada tanto internamente como externamente. El problema del endeudamiento externo (como vemos reflejado en la gráfica de evolución de exportaciones e importaciones en términos constantes y corrientes) ha sido que, debido al descalce de plazos y al crédito barato (como debido a la configuración del Euro) el necesario ajuste de nuestra estructura de capital se ha ido postergando hasta que, desde hace dos años, la balanza comercial española se ha ido ajustando, en primer lugar porque no había más remedio que pagar todos los bienes y mercancías que habían entrado los últimos años en nuestras fronteras colocando bienes y mercancías en el extranjero y, en segundo lugar, debido a un retroceso de la demanda agregada a nivel privado y del mercado exclusivamente interno español.
Como podemos observar, tenemos en nuestro flujo de exportaciones e importaciones dos buenas noticias y una mala noticia. La primera gran noticia es que hemos conseguido superar en gran medida las exportaciones (tanto en términos nominales como reales) que alcanzamos en el momento más alto de la burbuja. A su vez, la segunda gran noticia es descubrir la diversificación que tienen nuestras exportaciones, ya que al no estar vinculadas (o no tan vinculadas) en época de burbuja al modelo constructivo o financiero de crecimiento español no se vieron tan resentidas, transformando una caída más vinculada a la grave recesión que sufrió la demanda agregada en términos globales. Sin embargo, la mala noticia es la interpretación en términos de poder adquisitivo que debemos dar al gráfico. Y es que, en términos de demanda interna, consumimos menos productos de fuera, lo que es claro reflejo de la caída de la demanda agregada. Pero no sólo eso, sino que deflactadas las importaciones estas son muy inferiores a aquellas que vemos en términos nominales, es decir, el efecto inflacionario se está dejando notar también en la balanza por cuenta corriente y de capital, lastrando –una vez más- nuestra capacidad adquisitiva. Por si fuera poco, cabe preguntarnos dos cosas más al respecto de nuestras exportaciones (que es la macromagnitud que goza de mayor salud de nuestro Producto Interior Bruto) y es si soportarán un recrudecimiento de la crisis global (o se verán resentidas de nuevo como en el 2007-2008) tal y como se anticipa este 2013 que ha comenzado (si bien la especialización y diversificación de nuestros productos en mercados emergentes puede que nos salve de tal circunstancia) y qué habría pasado de tener un Estado que hubiera liberalizado más los sectores (volviendo más líquidos a nivel interno el capital exportador) y una Hacienda que hubiera sido menos voraz con el ahorro privado.
En primer lugar, el crecimiento de nuestras exportaciones ha sido de un 20% desde el pico de 2007 y un 50% desde que comenzase a rebotar en 2009. Es un fantástico ritmo de crecimiento que, como comentábamos antes, da cierta tranquilidad y estabiliza nuestra balanza comercial no haciendo que su signo sea positivo por una mera caída en las importaciones. Sin embargo, fijándonos en mercados más libres y con una Hacienda menos voraz (o, mejor dicho, fijándonos en modelos económicos que tomaron la vía de la reducción del Estado y de dar oxígeno a su tejido productivo privado contra la crisis) como son Estonia, Letonia y Lituania. Allí, tras una política económica orientada a fomentar el libre intercambio de bienes y servicios y a generar valor añadido, las exportaciones han crecido un 50% desde 2007. Estamos hablando, como siempre argumenta Paul Krugman, de tres economías muy pequeñas y con un tejido industrial que no se había especializado hasta fechas muy recientes en capital exportador, luego en el caso español, ¿cuánto podrían haber variado nuestras exportaciones siguiendo sus reformas? Sólo podemos especular al respecto, pero con una rebaja de la fiscalidad y una apertura del mercado que hubiera atraído capitales, desde luego, la variación podría ser también un 50% desde 2007 en España, lo que sería más del 80% de aumento desde 2009 y tendríamos un PIB positivo y un capital productivo reespecializado en un sector boyante.
En definitiva, tal y como habíamos visto antes analizando nuestra balanza por cuenta corriente como hemos visto ahora, el increíble aumento de importaciones no compensado por unas exportaciones a la par supuso un fuerte endeudamiento exterior. Sin embargo, la diversificación de las exportaciones, su constante crecimiento y una menor influencia en las mismas de la inflación son pautas que marcan un claro giro de nuestro capital productivo.
En uno de mis últimos artículos, la conclusión a la que se llegaba tras analizar el capital productivo español fue la que sigue:
“El ajuste en nuestra balanza comercial era inevitable que se produjera en el largo plazo debido a la crudeza de la Ley de Say como ya se encargó el Doctor Juan Ramón Rallo en anticipar. Sin embargo, el ajuste está siendo necesariamente lento por la rigidez del capital productivo y del tejido industrial español en términos de industria y de generación de valor añadido. Nuestra industria exportadora, que ha crecido con fuerza en época de crisis, ha visto a su vez mermada su capacidad de crecimiento debido a una voraz Hacienda y a una intensa regulación que no le ha dejado ningún tipo de espacio para crecer. A todo ello le añadimos que el efecto de la inflación(provocada por la subida de precios de materias primas y las subidas tributarias) hace que en términos nominales la balanza comercial no sea aún ampliamente positiva y no estemos pudiendo, todavía, reducir nuestro endeudamiento exterior. Sin embargo, nuestras exportaciones crecen y poseen unas expectativas a futuro de crecimiento mucho más optimistas que las de la economía francesa, la economía noruega o la economía italiana (por poner algunos ejemplos).
La industria exportadora española ha sabido diversificar el destino de los productos, ver la crisis actual como una oportunidad de crecimiento y centrar el destino de nuestros bienes y servicios en aquellas economías emergentes que gracias a producir más nos están volviendo más ricos a nosotros.”
Esta conclusión fue puesta en duda por un economista amigo mío, quien afirmó que no se ve la reconversión estipulada en la economía española. Así pues, según su conclusión, los bienes de la construcción no se estaban traduciendo en bienes demandados globalmente y reconvertir tres millones de parados fruto de la burbuja productiva en trabajadores especializados en sectores de valor añadido para el consumidor internacional resultaba un claro enfrentamiento contra la “tozudez” de la realidad.
En primer lugar, en ningún momento se pretende defender que el proceso en España de ajuste de cara al exterior esté cerrado en la actualidad. Todo lo contrario, está dando sus primeros pasos. Para ello, se está procediendo a la desinversión en los sectores ruinosos y se están generando planes de negocio para atrapar el capital que, tras la desinversión en dichos sectores, se encontraba atesorado. Aún así, el proceso cuenta con una oferta falazmente escasa en los bienes del sector de la construcción (una escasez relativa ya que mucha infraestructura ha sido retirada del mercado merced de las ayudas gubernamentales) y una conversión cara y poco flexible debido a la rigidez legislativa española. Por ello, encontrarnos con la grata sorpresa de la mejoría de las exportaciones pese al entorno poco favorecedor en el que estamos inmersos es motivo de celebración. El proceso será tan rápido como el Estado lo permita y siempre que no cercene la capacidad de los agentes de cumplir la Ley de Say.
Una última crítica que me esbozaba mi querido amigo es el caso del impago. Planteaba que si la devaluación era del 100% se producía una prohibición de comprar materias importadas y se regalaban nuestras exportaciones. Esto es, se vivía en una autarquía técnica (sólo consumiendo productos del interior) sometida a la tiranía de la gratuidad con la que nos relacionásemos con el extranjero. Empero, este análisis resulta simplista al no cerciorarse ni de lo poco que dichos efectos perdurarían ni de la imposibilidad de puentear de esta manera la división internacional del trabajo.
Y es que, a parte de la Ley de Say que nos obliga a abonar todos los bienes que sufragamos a crédito durante la última década, es necesario analizar las teorías de Smith y Ricardo sobre la división internacional del trabajo. Ello es así puesto que son estas, y no la teoría de Say, la que verdaderamente nos arrojaran luz sobre este debate. Puesto que la Ley de Say sólo nos dice que cuanto más produzca el extranjero más bienes tendrá para comerciar con nuestros bienes, esto es, más riqueza tendrá para comprar nuestros productos y más saldremos beneficiados de la división del trabajo. Aún así, la Ley de Say no es aplicable completamente para el caso en el que los bienes que vamos a intercambiar hayan variado fuertemente su precio. Haya aumentado sobremanera el precio del bien extranjero para nosotros compradores y se haya abaratado irrealmente nuestro producto.
Esto trae aparejada cuatro consecuencias: se socializan las pérdidas de las industrias más deficitarias, se rompe la división internacional del trabajo, perdemos industrias exportadoras fruto del aumento de costes de producción y no nos interrelacionamos con los agentes internacionales buscando las eficiencias de la división internacional del trabajo y de la teoría de la ventaja relativa.
La división internacional del trabajo se enmarca dentro de la Ley de la Ventaja Absoluta de Adam Smith. Postula que aquellos que destaquen en la producción de algún bien en concreto tenderán a especializarse en dicha producción puesto que será de un gran valor añadido y obtendrán mayor utilidad de los libres intercambios con otros agentes. Esto se está observando ahora en el caso español. Incluso se ha observado con el turismo en este país desde hace años. Habiendo destacado en dicho sector hemos especializado una serie de factores productivos en él, hemos movilizado capitales a la industria del turismo tratando de buscar las mejores ventajas. En la actualidad, debido a la amortización de deuda que se está llevando a cabo en el sector inmobiliario, la ventaja absoluta la busca España en su capital exportador.
Empero, ¿y si no somos los mejores exportando? Esto es, ¿qué ocurre cuando deprecian el dólar con nuestras exportaciones? Lo que ocurre es que estas se vuelven más caras para un estadounidense y, por tanto, no satisface sus preferencias de la misma manera que antes. Por ello, perdemos el rango de “ventaja absoluta” y nuestro tejido productivo orientado al exterior, tras la depreciación de la divisa extranjera, se resiente. Aún así, no podemos asumir – por ser demasiado simplista – que tal depreciación nos lleva a la ruina absoluta salvo que no hagamos nosotros una depreciación o seamos más competitivos en costes. Lo que ocurre con la depreciación (y recordemos que sólo en el corto plazo, hasta que los costes de producción de las industrias extranjeras se equilibren) es que dejamos de tener una ventaja absoluta en dichos campos. Esta ventaja es asumida por la industria extranjera que no estaba satisfaciendo a sus consumidores. Pero, ¿nos echa del mercado?
La respuesta es que no. La ley de la ventaja comparativa de Ricardo nos explica que aunque existan individuos que carezcan de ventajas absolutas (o que hayan desaparecido, como sería el caso por un aumento no intencionado de nuestros precios), siempre podrá sobrevivir la industria afectada si profundiza su especialización en aquellos sectores en los que tiene una ventaja relativa mayor. Es decir, si España no puede competir, tras la depreciación, con la tecnología americana; tal vez sí puede competir con su industria textil, especializando y movilizando capitales a este sector para beneficiarnos del comercio con EE.UU.
Es decir, una vez la Ley de Say nos fuerza a pagar lo adeudado reconvirtiendo nuestra estructura productiva, la economía española se adapta en cimentar una ventaja absoluta (tejido exportador). Hasta que llega la depreciación de la moneda extranjera y España debe readaptar su situación a fin de buscar industrias específicas en las exportaciones que mantengan, pese a los nuevos costes, una ventaja relativa con respecto de la economía extranjera.
El problema no es sólo que una depreciación de la moneda postergue el necesario ajuste de nuestras ineficiencias cuando nosotros la realizamos, ni tan siquiera el problema es que cuando el vecino deprecia su divisa tengamos que readaptar momentáneamente nuestra estructura de capital en busca de nuevas ventajas competitivas; el problema viene cuando nuestra estructura de capital se encuentra, como en la actualidad, maniatada.
Esto sucede, en primer lugar, cuando la iliquidez del capital es flagrante. Esto es, la desinversión en bienes de capital es tanto más difícil cuanto más ilíquido sea dicho capital. Y si una estructura productiva estaba basada en el sector inmobiliario la iliquidez se incrementa. Además, si el Estado, a través de distorsiones en el mercado, aparta ciertos bienes de capital del mercado como sucede en la actualidad, el ajuste no se produce y las pérdidas que vienen del exterior en forma de devaluación nos las comemos por partida doble, por socialización de pérdidas ajenas y por socialización de pérdidas propias vía rescates interesados.
Asimismo, dicha iliquidez se vuelve todavía más tozuda si el marco regulatorio es más rígido. Como ejemplo del mismo, citar la legislación laboral española, repleta de rigideces que entorpecen un rápido ajuste.
Es decir, si bien una depreciación exterior puede generar una pequeña crisis en el tejido interior, dicha pequeña crisis será rápidamente resuelta si la estructura interna lo permite. En caso contrario, como vimos que le sucedió a Brasil con las economías más cerradas, sólo un mayor aperturismo permitirá un ajuste más rápido y adelantará la recuperación de ventajas competitivas.
Aún así, ¿qué pueden hacer las empresas para protegerse? Por el momento, hemos analizado la situación de una depreciación y de un sistema cambiario en el que los agentes no se han cubierto del riesgo de tipo de cambio. Y como mi ya citado amigo economista bien sabe – ya que trabaja en tesorería de un banco – tal mecanismo es posible y se realiza en las grandes empresas (precisamente las que más suelen exportar).
Estas empresas, con un mayor acceso a los mercados financieros que las PYMES, pueden cubrirse de las depreciaciones a través de permutas financieras – swaps – evitando así que los estados torpedeen su buen hacer. Se pacta, con un intermediario financiero, el tipo de cambio a un plazo determinado en el que se intercambiarán los flujos de capitales. Así, las empresas sólo deben mantener una parte de su tesorería en divisa extranjera, provisionado dicho atesoramiento, el efecto en la contabilidad de la industria exportadora es nulo. Por ello, las estrategias de cobertura que las grandes compañías pueden realizar nos llevan, de nuevo, a la misma conclusión anterior, el efecto inocuo de la depreciación.
En suma, concluimos en esta segunda entrega sobre la guerra de divisas, analizada desde la teoría del capital y la división el trabajo, lo siguiente:
1) La depreciación impide que los países se especialicen según sus ventajas absolutas y les fuerza a buscar nuevas ventajas, generalmente relativas de Ricardo tras la pérdida de la absoluta.
2) El ajuste a dichos sectores que todavía conservan la ventaja será más rápido cuanto más flexible sea la regulación interior y más líquido el capital productivo previamente invertido.
3) Aún así, mientras dure el ajuste la estructura productiva del país que no depreció tendrá que asumir las pérdidas del vecino; se quebranta la división internacional del trabajo y el comercio pacífico entre economías.
4) Todos los países, realizando una depreciación conjunta – guerra de divisas – no obtienen ventaja comparativa alguna, ergo no sale ninguno beneficiado de la guerra de divisas.
5) En suma, todos salen empobrecidos porque se ha creado la ilusión de que las industrias ineficientes permanecerán viables. Se movilizan factores a industrias deficitarias alargando el proceso de ajuste. Además, como ya vimos en la anterior entrega, la divisa ha perdido una de sus funciones vitales y se corre el riesgo de fuga de capitales masiva.
Por tanto, queda hasta este punto demostrada la chapuza que representa depreciar la divisa (tanto a nivel monetario como a nivel real) y los desajustes que provoca en el largo. Empero, queda también demostrada su falta de utilidad para generar ventajas sostenibles con el exterior, lo que hace más incomprensible que un Gobierno justifique una depreciación para fomentar las exportaciones. Al cabo, sólo creará una falsa ilusión de bienestar hasta que los costes repunten o la divisa pierda valor. Una vez llegados a ese punto, ¿volvemos a depreciar? Mantenido el proceso ad eternum buscando una ventaja competitiva inexistente, se llega a una autarquía técnica y lo que es peor aún, a un empobrecimiento generalizado de una población obligada al uso de una divisa envilecida.
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