Economista Descubierta

El decoro

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Por lo visto, el otro día en el telediario se marcaron un reportajito sobre el decoro y las buenas costumbres en el vestir que levantó ampollas y revolucionó las redes sociales.

C.W. y yo ya pusimos el grito en el cielo el año pasado gracias a los famosos minishorts, que son la cosa más cara que existe para la repoquísima tela que despachan.

Yo no vi el telediario en cuestión, y no apelo al decoro sino al buen gusto. Y es que para ir medio desnuda por la calle, aún a riesgo de que te saquen cantares, hay que ser joven y, sobre todo, estar muy buena. Y todo lo demás es hacer el ridículo.

A C.W., que como viene del otro lado del charco estas modas no le afectan, le pareció tremendísimo, porque donde ella vive por lo visto se llevaba el verde y las faldas largas, y le sorprendió muy desagradablemente encontrarse con tanta celulitis a la vista. Vaya por delante que yo asumo que cuando una tiene determinada edad gusta de sentarse en los bordillos, a fumar e incluso a cantar a dos voces con sus cinco mejores amigas. Sentarse en los bordillos es una imprudencia y se cogen unos enfriamientos fenomenales, pero eso se sabe luego, cuando ya te has tragado todos los sobres de Micturol del mundo.

Cuando una es joven hace bobadas, y cuando ya no lo es, a veces incluso añora las bobadas que ha llegado a hacer. No seré yo la que diga que no ha hecho el canelo, que lo he hecho mucho y muy seguido, pero a partir de determinada talla empieza una a verse con otros ojos. A partir de determinada edad, ni la falda muy corta, ni el pelo muy largo, ni los brazos al aire, que está una ideal convenientemente escondida debajo de un vestidito, a ser posible bueno, o, por lo menos, favorecedor.

A mí me caben todavía los bikinis que guardo en un cajón; caberme, lo que se dice caberme, me caben, pero no tapan la barriga que se quedó de recuerdo de los embarazos, blanca y necesitada de abdominales, inconvenientemente cortados por dos cesáreas. Estoy mucho mejor con un traje de baño de licra (gracias Dios mío por el invento de la licra) fenomenal que, si bien no hace milagros, disimula. También me caben los polos sin mangas e incluso los vestidos de tirantes de hace años, pero mis brazos acusan el tiempo y la falta de ejercicio y no es necesario proclamarlos. Yo llevo manga larga hasta en verano, que total, en las oficinas hace mucho frío.

Tengo incluso guardadas una minifalda fabulosa con las que iba a los conciertos de Loquillo, porque yo he envejecido pero no he cambiado de talla. Pero no me la pongo, porque Loquillo es un señor viejísimo y yo una señora con sentido común. Me resisto a tirarla, pero no se me ocurre enfundarme en semejante pedacito de tela, que no tengo intención de enseñar públicamente mis celulíticos muslos a estas alturas del campeonato.

Yo nunca estuve buena, pero fui joven y pude permitirme brazos, piernas y tripa al aire. Ahora sigo sin estar buena, pero mantengo razonablemente oculto todo aquello que, convenientemente disimulado, no acusa a su propietaria. Y nunca, nunca jamás, me he vestido de funda de almohada, porque servidora es de talla baja y no es cuestión, por joven que entonces fuera, de ser una morcillita resultona.

El problema no es ser joven, el problema es que la mayor parte de las que se plantan los dichosos pantaloncitos y se visten de funda de almohada están gordas como huchas, celulíticas como ellas solas y nadie les ha dicho finamente que Rubens no se lleva y no están nada favorecidas, o mejor dicho, que van hechas un adefesio.

Si yo fuera su madre, aun a sabiendas de que les haría polvo la autoestima, les diría que no fueran hechas una lástima  porque causen escándalo o les vayan a tocar el culo en el metro, sino porque lo que no se puede es ir haciendo el ridículo. Y como soy una madre castrante, con dotar al cheque para el psicoanálisis, suficiente.

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