El capitalismo en la región de las lluvias casi perpetuas

Barcos en el puerto de Vancouver
Cómo hemos llegado a esto, a considerar el salvador de la vida como el enemigo de los vivos.
Lemn Sissay, Lluvia nocturna (Night Rain)

Álvaro Santana Acuña
Dicen que aquí, en la bahía de Nootka, pudo estallar una guerra mundial. Situada en la costa de Canadá que mira hacia el océano Pacífico, la bahía era aún un ámbito casi desconocido del Nuevo Mundo tres siglos después de la llegada de Colón. Desde el mar, los exploradores, bajo la lluvia interminable y huérfanos de sol, apenas alcanzaron a ver un bosque compacto de un verde profundo. Hipnotizados por esa mina inagotable de madera, pronto descubrieron además que los indios de la región les podían suministrar pieles muy apreciadas por la moda europea, que comenzaba a desembarazarse de las pelucas perfumadas y empolvadas. Aunque los europeos iban a tener poco tiempo para pensar en la moda; corría el mes de mayo de 1789 y el espectro de la revolución se adueñaba de las calles y plazas de París. Ese mismo mes el capitán de la fragata española Princesa tomó posesión de la bahía y, semanas más tarde, apresó varios navíos británicos, acusándolos de haberse adentrado ilegalmente en territorio del Virreinato de Nueva España. La noticia del apresamiento tardó casi un año en arribar a Europa, atrapada ya en el remolino inescrutable de la Revolución francesa.
De no haber estallado la revolución, la crisis de Nootka, como se la conoce, podría haber desencadenado un conflicto abierto entre España e Inglaterra, que a su vez habrían arrastrando consigo a sus aliados respectivos, tal y como sucedió al inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914. Pero la revolución echaba raíces en pleno centro de Europa, de ahí que lo ocurrido a miles de kilómetros en la bahía de Nootka haya quedado en inquietantes escaramuzas que con el tiempo acabaron arrumbadas en el cuarto trastero de la historia, donde terminará también la memoria de la crisis en otra bahía: la de Cochinos.
Hoy, poco más de doscientos años después, los descendientes de los indios que recibieron a los exploradores sobreviven encarcelados en reservas. Sus tótems catedralicios son visitados por turistas que deben leer textos escritos para entender los mitos e historias tallados sobre la silenciosa madera. Y el verde profundo es ahora el verde pálido de un bosque hecho añicos. Un gris urbano es el nuevo bosque. A esta región no la reconocería ni la madre naturaleza que la parió de no ser por sus lluvias casi perpetuas. Aquí, los lugareños no respiran aire sino agua, y a su gran ciudad, mostrando una sonrisa melancólica, la llaman Raincouver. La lluvia lo empapa todo. En una tienda de souvenirs en el Gastown puede comprarse camisetas imitando el logo de “I ♥ NY”, con la única pero importante diferencia de que el corazón neoyorquino es sustituido por una nube gordinflona y roja, cuya lluvia cae sobre la palabra Vancouver.
Durante cuatro días seguidos de lluvia, una manada dócil de quinientos treinta y dos investigadores se congregó en un hotel de Raincouver para deliberar sobre “las historias del capitalismo”—el tema principal de la reunión anual de la Social Science History Association. Como abuelas inquietas buscando agujeros que remendar en un viejo pantalón, los participantes volvieron al capitalismo del derecho y del revés durante sesiones maratonianas que duraban desde la mañana lluviosa a la noche también lluviosa. Afanados en encontrarle todos sus cambios históricos posibles, los participantes analizaron al capitalismo de perfil, y se preguntaron si debía seguir llamándose capitalismo al ser visto de frente, o cuando se acomoda en nuestro salón de estar, o cuando invade los países del Tercer Mundo. Del capitalismo se habló en presente imperfecto, pretérito pluscuamperfecto y futuro condicional. Y también de cómo se ha apoderado del medio ambiente y hasta incrustado en nuestro código genético.
Mientras los investigadores continuaban escrutando el capitalismo desde los ángulos más inverosímiles, yo abandoné la región de las lluvias casi perpetuas para visitar a una vieja amiga en el interior de la Columbia Británica. A Kamloops, mi destino, se puede llegar por una carretera de mansos subes y bajas; un tobogán de asfalto que en varios tramos atraviesa bosques tapizados en amarillos y rojos tan deslumbrantes y efervescentes que recuerdan más a un fuego veraniego descontrolado que a un plácido otoño polar. Con las lluvias incesantes a cinco horas de distancia, en Kamloops me abrazó un aire glacial y recio como una mortaja de esparto.
Esa misma noche, mientras se secaban mis huesos, escuché la historia más estremecedora sobre el capitalismo feroz. Me la contó el marido de mi amiga, un ingeniero de minas y un íntimo conocedor de las entrañas de la Tierra, adonde ha bajado en doce puntos distintos del planeta. En su mina, cada semana un millar de empleados extrae entre 1.300 y 1.800 toneladas brutas de cobre. El verano pasado, cuando su precio volvió a asomarse a los cuatro dólares por libra, la mina recaudó alrededor de dos millones de dólares diarios (1.6 millones de euros). Lo que más me estremeció fue enterarme de que apenas un cinco por ciento del cobre extraído en la mina se procesa en Canadá; el resto, miles de toneladas, atraviesa continuamente una cuarta parte del mundo para ser manufacturado en fundiciones chinas. El ingeniero, hablándome con el acento dulzón del francés quebequés, me detalló cómo el cobre extraído ese mismo día en Kamloops sería cargado en un tren con destino a Vancouver, desde donde el cargamento zarparía hacia China tres días después.
Pero los viajes capitalistas del cobre no terminan en China. Un porcentaje impredecible del mismo volverá a Canadá transformado en tubos, láminas, cables, alambres, calderos, empuñaduras, esculturas, timbales de orquesta, herraduras… y con un discreto lema estampado a veces en tinta, a veces impreso en plástico y a veces grabado sobre el propio cobre: “Made in China”. O el aún más escueto: “China”.
La misma odisea capitalista—me descubrió el ingeniero—ocurre con la sacrosanta madera de los imperiales montes canadienses, la cual es embarcada en barcos fletados hacia la China comunista. Qué barata barata debe ser la mano de obra allí para que resulte más rentable extraer la materia prima en el interior de Canadá, transportarla en camiones y trenes hasta la costa y de ahí zarparla hacia un puerto chino, luego a las fábricas locales, desde donde una parte de la madera transformada será devuelta a Canadá dentro de contenedores multicolores para ser vendida, por ejemplo, como una mesa de cocina en la tienda de la esquina o un centro comercial, y al final acabar instalada en cocinas como la de mis amigos. Y durante la odisea maderera, tanto de ida como de vuelta, cada uno de los participantes, cada eslabón de la cadena capitalista, obtendrá un margen de beneficio, incluido el campesino que abandonó la tierra de sus antepasados atraído por las candilejas industriales de la ciudad.
Estaba enfrascado calculando la plusvalía de cada participante cuando, de golpe, el autobús a Vancouver fue sobrepasado por un camión descomunal cargado a reventar con interminables troncos pelados, y que pronto iban a abandonar la región que los vio nacer para, unos pocos elegidos, volver con un sello estampado.
Estoy de vuelta al hotel para la clausura del congreso. El presidente de la asociación nos despide con una conferencia titulada “La época capitalista”. En un tono sombrío explica que no corren buenos tiempos para el capitalismo, mientras afuera sigue lloviendo como llovía hace más de doscientos años cuando desembarcaron los exploradores, mientras un tren atiborrado de millones de libras de cobre baja desde Kamloops hacia Vancouver, y mientras un barco cargado con muebles de madera canadiense retorna desde China. Aquí, en la bahía de Nootka, donde dicen que pudo estallar una guerra mundial a causa de la madera y las pieles, oriente y occidente han firmado la paz del capitalismo.
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