Economista Descubierta

Amigos

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La Economista Descubierta

Podrán ustedes pensar, recién aterrizados en Trantor, que servidora no tiene amigos, o los que tienen son tan frikis como ella. Vaya por delante que si el vulgo es paleto, no implica que una sea friki. Pero no voy a dedicar esfuerzo alguno a la defensa de mi mismidad, de suyo, bastante limitada, y aún carente de muchas cosas. Pero la Navidad, y el retorno de C.W., da para reencuentros con amigos de esos con los que uno tiene una comunión permanente, pero la M-40 y los horribles horarios le impide frecuentar con la asiduidad que gustaría.

Y hoy es uno de esos días, que, para celebrar que estoy retriste, he quedado con C.W. y algún otro seguidor prehistórico del blog, para cenar y tomarnos un gintonic de los de antes, o sea, con tónica normal y ginebra corriente. Vamos, como los que se tomaban antes de que se pusiera de moda que a los camareros les diera por la alcurnia.

Mis amigos han sido partícipes de mis desgracias y felicidades pasadas y guardan muchos secretos compartidos pero, sobre todo, viven en la misma frecuencia lejana de la Galaxia Alejada. Si hay algo que tengo que agradecer a la tecnología es lo conectada que sigo con ellos, a pesar de todo.

Cuando la juventud se ha convertido en categoría, y los temas se agotan, a fuerza de repetidos, y, sobre todo, cuando una no es tan profunda ni culta como para analizar y recordar a la totalidad, es bueno recordar que uno tiene amigos que recuerdan las tontadas que una es capaz de hacer, por ejemplo, cuando está enamorada. Por decir algo.

Ustedes conocieron a la Economista ya preocupada, ocupada, educadora, madre, empleada, sufridora, escéptica, cínica y desmitificadora. Pero ellos la conocieron ilusionada, joven, animosa y animada y con valor para hacer y deshacer con sus solas fuerzas. Y también la acompañaron en su desgracia y en su decaer profesional y en sus desdichados enamoramientos.

Servidora, en el pasado, fue una mujer interesante, divertida e incluso atractiva. Al menos, tenía mi público. Se lo juro y tengo testigos. Aún me duran.

Es una pena que ya no tengamos edad ni salud para haber dicho “mañana me da igual” y quedarse hasta las seis mazándonos a gintonics y, a ser posible, bailando. Es una pena que todos, como cenicientas responsables, hayamos huido a las doce a la mitad de la mitad de la mejor conversación del último trimestre.

Pero es bueno tener amigos, al menos como los míos. Porque cuando una se pasa el día haciéndose la muerta, y el otro rato peleándose con dos voluntades opuestas a la propia, se merece de vez en cuando recordar que hubo un día que tuvo tiempo y circunstancias para dedicarse a otros. Y para reírse muchísimo.

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