Tres lecciones de la crisis

Carlos Blanco
La terrible crisis que azota Europa ha sido capaz de acentuar, al menos, tres verdades fundamentales, no fácilmente conciliables entre sí. La primera constata que la economía no es una ciencia stricto sensu. Es más: por fortuna, no es una ciencia, porque no creo que a nadie le agradase ser examinado como un planeta que se limita a trazar, ciegamente, órbitas elípticas alrededor del Sol. En la física, lo individual se subsume pacíficamente en lo universal, sin que medie esa tensión tan creativa entre libertad y necesidad que enriquece el esquivo territorio de lo humano. El hecho de que todo análisis económico que trascienda lo puramente descriptivo se halle contaminado, de modo inexorable, por la ideología señala, con nitidez, la historicidad de la naturaleza humana y los frágiles, pero innegables, elementos de libertad que poseemos. La economía se esfuerza en diseñar modelos cuantitativos, progresivamente dotados de mayor sofisticación matemática, los cuales se afanan en ofrecer explicaciones y, por qué no, predicciones (cada vez más refinadas, paulatinamente más ajustadas a la realidad de un mundo tan complejo como esta sociedad global en la que vivimos) sobre el funcionamiento efectivo de los mercados. Sin embargo, la aleatoriedad que envuelve tantos fenómenos humanos, la evidencia incontestable de que la historia cambia, de manera que los distintos regímenes económicos se encuentran inextricablemente unidos a una u otra etapa de la humanidad, constituye una rúbrica iluminadora de que, pese a todo, no sucumbimos como simples y serviles máquinas que obedezcan leyes irrevocables, a imagen y semejanza de las muchas que imperan en el vasto ámbito de la naturaleza. En tanto que seres históricos, en tanto que sujetos de cultura, en tanto que yoes capaces de actuar libremente (por abrumadoras que nos resulten las determinaciones de nuestra libertad, mientras no se demuestre lo contrario, mientras las neurociencias no prueben convincentemente que nuestras acciones dimanan únicamente de procesos físico-químicos, sobre los que nuestra mente carece de un control auténtico, lo razonable será postular, anclados en certidumbres cotidianas y en la posibilidad de pensarnos como seres autónomos, que somos susceptibles de obrar libremente), ninguna disciplina con pretensiones de emular las ciencias empíricas logrará nunca desentrañar la excepcional riqueza de la vida humana, ni apagar la inagotable sorpresa que nos concede la historia.
En segundo lugar, la severidad de la crisis económica desatada en 2007 nos obliga a reflexionar sobre la centralidad de una tesis expuesta, ampliamente, por Marx: la infraestructura económica condiciona, en gran medida (espero que se me tolere este matiz, que atenúe la radicalidad del determinismo histórico), la vida social, política y cultural de un pueblo. El endeudamiento de los países europeos, en especial de los periféricos, entrelazado con las perspectivas de nulo o de negativo crecimiento para muchos de ellos, ahoga, literalmente, sus economías. Los europeos hemos descubierto, casi repentinamente, que sin medios económicos resulta imposible edificar nuestra bella y “posibilista” utopía de una Europa social y democrática, para profundizar en nuestro estado del bienestar (quizás la conquista social más importante y enorgullecedora obtenida en la Europa contemporánea). Una comunidad humana sólo puede coronar el grado de desarrollo factible según el despliegue “efectivo” de sus fuerzas productivas. Es ocioso pensar, imbuidos de una perspectiva ingenua que consagra el progreso como la verdad absoluta de la historia, que lograremos mantener nuestro nivel de vida sin incrementar nuestro desarrollo productivo. Sin más trabajo, sin más tecnología, sin más innovación, sin una distribución más equitativa de los recursos, la cual confiera mayores oportunidades de trabajo a todos los ciudadanos, y no sólo a unos pocos privilegiados, las sociedades periféricas de Europa se quedarán rezagadas, adormecidas frente a un Norte más dinámico, más creativo, poseedor de una conciencia más esclarecida sobre lo apremiante de disponer de una sólida infraestructura económica para así sustentar nuestros sueños políticos, sociales y culturales.
Si no somos capaces de devolver nuestras deudas, si no producimos más y mejor, si no mostramos iniciativa en ciertos sectores económicos, ¿cómo pretenderemos gozar del nivel de vida de los países más avanzados del mundo? Se antojaría un milagro histórico que un pueblo consiguiera, súbitamente, igualar a los más adelantados sin que mediara un compromiso colectivo por desarrollar las fuerzas de la economía y de la innovación de manera robusta. Ninguna cultura ha conquistado las cúspides de su nivel de vida sin trabajo duro, sin el arduo pero gratificante desempeño de grandes tareas. La industrialización de España supuso un proceso doloroso. Mucho sacrificio silencioso, mucha emigración, mucha injusticia…, pero de todo ello surgió la España de los últimos años del siglo XX y de los primeros del siglo XXI, próspera, innovadora, protagonista de pujantes inversiones en países extranjeros, dueña de un sistema sanitario admirable…, si bien sumamente contradictoria, en especial en lo que concierne a la innovación y a la excelencia educativa y técnica.
Sin embargo, la gravedad de la crisis económica actual nos enseña también la verosimilitud de un planteamiento opuesto, de alguna forma, al de Marx: el poder de las ideas, el vigor de las creencias y de los valores, para alterar radicalmente la infraestructura económica (atisbos de esta doctrina despuntan también en los escritos de Marx, pero el gran pensador alemán nunca superó, a mi juicio, la incongruencia tan clamorosa que se aprecia entre el férreo determinismo histórico que impregna tantos aspectos de su filosofía y la fe, casi sentimental, en la posibilidad de que el género humano transforme la historia, para emanciparse, desde los cánones de su propia libertad, de un rumbo ciego y necesario; si todo está determinado de antemano, ¿para qué luchar por la revolución? ¿Por qué acelerar un proceso que ha de acontecer inexorablemente, dadas las contradicciones consustanciales a todo régimen de producción, las cuales conducen a su desvertebración interna?). Hallamos una elegante expresión de esta tesis en la obra de Weber, en especial en su estudio sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo. Es verdad, como argumentara Marx, que sin atender al subsuelo económico, a los frutos de la tierra y del sudor de los hombres, jamás comprenderemos cabalmente la evolución de sus ideas y de su forma de vida: nunca entenderemos su cultura; pero también lo es que la cultura no responde únicamente a la inercia de las fuerzas económicas. No somos meros autómatas secuestrados por la infraestructura económica: podemos atesorar valentía suficiente como para modificar las circunstancias que nos condicionan; podemos adueñarnos de nuestro destino; podemos interiorizar ideas y valores que faciliten la senda hacia el desarrollo, hacia el crecimiento, hacia una mayor felicidad colectiva. De hecho, estoy firmemente convencido de que la primacía la ostentan las ideas y los valores. Un pueblo no está condenado a que lo esclavicen perpetuamente sus condiciones sociales y económicas. En la historia resplandece el cambio, la revolución, la alteración de las circunstancias, la irrupción de nuevos escenarios… Basta con la convicción de unos pocos individuos audaces, dispuestos a influir en los demás, preparados para erigirse en vanguardia de las aspiraciones de otros muchos, para que un pueblo entero se convierta en árbitro de su porvenir y se decida a emprender una gran obra colectiva, un proyecto que lo rescate de su actual estado de inopia. Progresar demanda compromiso, grandes dosis de “emotividad” (el compromiso desborda, ineluctablemente, los estrechos márgenes de la razón), bellas inyecciones de entusiasmo, si no queremos claudicar como rehenes del azar.
Si España desea preservar su nivel de vida y perfeccionarlo, el único camino estriba en asumir una ética de la responsabilidad ante el difícil momento histórico que el destino nos ha deparado: debemos comprometernos, colectivamente, a levantar el país, a trabajar más, a innovar más, a repartir de modo más equitativo la riqueza y los sacrificios. No sintamos ya más nostalgia por los tiempos pasados y preguntémonos, con sinceridad, con profundidad, con perspicacia: ¿qué producimos de valor para el mundo? ¿En qué ámbito sobresalimos? ¿Qué se forja en España que mejore la vida de los demás ciudadanos del mundo? ¿Qué obra de excelencia llevamos a cabo en este preciso instante? ¿En qué gran proyecto nos encontramos ahora inmersos? ¿O no existe ese horizonte común? Y, en caso de hallarnos en verdad en el curso de ese proyecto, ¿cómo lo promocionamos? ¿Cómo difundimos la cosecha de nuestro trabajo a las demás partes del mundo? ¿Cómo generamos admiración y confianza? Esta dimensión quizás la consideremos secundaria, improcedente e incluso desagradable, pero es necesaria. En un mundo globalizado, ¿por qué España y no otro enclave?
El pueblo alemán reconstruyó su patria en dos ocasiones, tras la horrenda devastación causada por dos guerras mundiales. Todo pueblo esconde siempre más energía de la que se percibe en una observación superficial. Todo pueblo es capaz de ofrecer más de sí mismo, porque siempre cabe superarse, crecer, trascender los límites actuales. España consagró inmensos esfuerzos a la tentativa de equipararse a las grandes naciones europeas, y en algunos aspectos (sistema sanitario, garantías democráticas…) conquistó, audazmente, esa meta, pero en otros muchos falló estrepitosamente en el empeño. Es tiempo de que todos los españoles interioricemos una convicción infalible: la riqueza no emerge de recónditas fuentes, como por obra de un Deus ex machina: es el fruto aleccionador del trabajo. La riqueza financiera constituye, en último término, una manifestación ilusoria. Vivir basados en deudas oculta una verdad de mayor alcance: el crédito es imprescindible, sí, para emprender nuevos proyectos, pero lo fundamental, la materia prima que sostiene toda riqueza, brota de la transformación del mundo mediante el trabajo; consiste en producir, en innovar, en crear algo (en la esfera de las ideas o de la materialidad), no meros dígitos almacenados en sofisticadas computadoras.
Sé que hablar de “trabajo”, en un país tan severamente castigado por el fenómeno del desempleo, parecerá inapropiado. Pero no es así. Evocar el concepto de “trabajo” conlleva abogar por una reforma social y política de importantes consecuencias. Si lo prioritario es producir, permitir que todos los ciudadanos desplieguen su fuerza creativa mediante el trabajo, habremos de distribuir los recursos del país de forma más eficiente y equitativa. El error de una inversión desaprovechada de los ingentes fondos estructurales que llegaron desde Europa no puede repetirse. Urge, sí, saldar nuestras deudas, o de lo contrario los intereses crecerán de modo tan desmesurado que nos resultará imposible obtener financiación externa, y nuestra economía correrá el riesgo de deslizarse por la peligrosa senda de la autarquía, de la exclusión de los mercados internacionales, lo que nos desterraría de la órbita de los países más avanzados (sin bienes y servicios de notable valor añadido producidos en España, ¿a qué podemos aspirar, si no es a importarlos? ¿Pero cómo hacerlo sin financiación externa, sin comprárselos a países que reclamarán un alto precio, cuya única respuesta implicará, inevitablemente, retribuirles con nuestro trabajo, con nuestros productos…? Sin embargo, si lo que aquí generamos posee bajo valor, ¿cómo conseguiremos bienes y servicios de elevado valor añadido?), pero ante todo hemos de presentar un plan de viabilidad sensato, creíble, que suscite confianza en nuestros acreedores: destinaremos gran parte de nuestros recursos a inversión productiva en industria, en especialización, en innovación… Nuestra red de infraestructuras se ha desarrollado ya lo suficiente: no invirtamos más en ella, al menos por el momento. Fundemos centros de alta innovación que atraigan a investigadores de excelencia de todo el mundo, mediante un acuerdo estratégico entre inversores públicos y privados. Diseñemos un plan de industrialización que mitigue nuestra dependencia del turismo. No pocas teorías sobre el comercio subrayan (frente a la tesis ricardiana tradicional que privilegiaba las ventajas comparativas), amparadas en la relevancia de las economías de escala y en la importancia que los consumidores suelen atribuirle a la diversidad entre los productos que adquieren, la viabilidad de crear bienes y servicios análogos a los de otros países y, pese a ello, alcanzar un elevado grado de competitividad en los mercados internacionales, incluso si lo generado no iguala la calidad de lo que fabrican esas naciones más avanzadas. Lógicamente, la situación ideal nos la brindaría una combinación adecuada de las ventajas comparativas que mejor definen a España con la utilización sabia de las peculiaridades de sus economías de escala: producir bienes y servicios de altísimo valor añadido, no fabricados en ninguna otra nación, pero, en lo esencial, potenciar una industria y un sector servicios que se beneficien de las economías de escala, así como de los gustos tan versátiles y volubles de los consumidores, sin atender, unilateralmente, a bienes y servicios de elevadísima gama que nadie más elabore. Industria, innovación…, a cambio de una prórroga en el pago de nuestras obligaciones, con la promesa realista de que el crecimiento económicos que todo ello propiciará contribuirá a que saldemos, y con creces, el montante global de nuestras deudas.
Precisamos de ambición, de un espíritu vigoroso y osado que desdiga de todo empequeñecimiento, de toda melancolía, de todo tedio, de toda pereza, de todo carácter “gris” y apático, de todo pesimismo adusto y corrosivo, de toda envidia que no exhorte a la superación; de todo ímpetu destructivo, de toda pequeñez del alma: de todo canto de sirena que intente infundir la sospecha de que nada podemos hacer, de que somos ínfimas piezas integradas en gigantescas y amorfas maquinarias sobre las que no poseemos control alguno (incluso si fuera verídica esta suposición, rebelarnos contra ella nos insuflaría optimismo, una meta por la que luchar, y despertaría energías aletargadas). Necesitamos grandes proyectos que detonen esa energía latente que custodia todo pueblo, reprimida pero evocable: “frente al pesimismo de la razón, el optimismo de la voluntad” (Gramsci). Anhelemos juventud, no envejecimiento. No permanezcamos como testigos enmudecidos de esa destrucción creativa que, para Schumpeter, caracteriza el capitalismo: tomemos nosotros sus riendas, para así paliar los efectos tan desoladores derivados de este proceso ininterrumpido que concatena muerte y vida, y cuya prosperidad se construye sobre las ruinas de lo antiguo, sin piedad, sin lástima, sin arrepentimiento, sin añorar lo demolido; sin percatarse de esa estela de dolor y de lamento, de esa dimensión tan tenebrosa asociada al sistema de libre mercado, del que nacen, sí, progresos excepcionales, pero cuya dinámica origina también lágrimas, humillación, estragos, desgarros, aniquilación. La humanización del capitalismo, el cumplimiento de esa voluntad de otorgarle un rostro y una moral, asumida por Europa occidental después de la II Guerra Mundial, nos conmina a perfilar nosotros las condiciones bajo las cuales acaece esa destrucción creativa: resulta inexorable que industrias enteras y sectores improductivos perezcan, tal que su lugar lo ocupen mercados más pujantes que incrementen nuestra riqueza y expandan nuestra tecnología, pero una sociedad comprometida con la justicia, con la libertad y con la solidaridad no puede conformarse con contemplar, como un espectador pasivo, esa gigantesca trama que tantos réditos les procura a algunos y tanto sufrimiento les ocasiona a otros. Domesticar el capitalismo equivale a complementar su capacidad imbatible de creación de riqueza con dosis cuidadosas, prudentes, calculadas, de una medicina que sane sus limitaciones tan abrumadoras, tan palpables, en lo que concierne a la distribución de los recursos y a la satisfacción de las expectativas democráticas. La senda, larga y escarpada, pero encomiable, inaugurada por el estado del bienestar en Europa apunta en esta dirección.
Exijamos un esfuerzo a nuestros compatriotas más afortunados, a quienes disponen de mayores medios económicos, para reunir un fondo común destinado a la creación de industrias y a la fundación de centros de innovación de acreditada excelencia (por ejemplo, a través de la imposición de una tasa solidaria, cuya recaudación se ordene exclusivamente a financiar –con el asesoramiento de técnicos sin marcada afiliación política- proyectos de emprendedores y de científicos jóvenes). Atraigamos a las mejores cabezas del mundo (¿por qué no apelar a las innumerables ventajas que ofrece un país como España: patrimonio artístico exquisito, la bendición de un buen clima, un carácter abierto y empático, paisajes de cautivadora hermosura, convivencia histórica de distintas culturas…?) para que, en sinergia con un pueblo ansioso de trabajar y de innovar, creemos industrias de alto valor añadido.
Debemos adoptar una nueva cultura del trabajo, inspirada en los valores que sobresalen en tantos países del Norte de Europa (no idealizados en libros, poemas e himnos, sino materializados en sus realidades cotidianas): una filosofía que privilegie la honestidad sobre la corrupción, el esfuerzo sobre la laxitud, el mérito sobre el nepotismo, el talento sobre la mediocridad, el rigor sobre la negligencia, la ambición sobre pequeñez, la apertura sobre el provincianismo, la crítica sobre el dogmatismo, la tolerancia sobre el fanatismo, la creatividad sobre la inercia, la solidaridad sobre el egoísmo. Pero ¿cómo lograremos edificar esta cultura de la transparencia, de la profundidad y de la creatividad, si nuestro sistema educativo, insistentemente flagelado por toda clase de solventes informes internacionales que evalúan su (deficiente) calidad, continúa aferrado a categorías arcaicas, monásticas, anquilosadas; a modelos memorísticos en los que se premia el seguimiento disciplinado y hagiográfico del maestro frente a la independencia de juicio del alumno? ¿Cómo conquistar esa meta, si en nuestros colegios, institutos y universidades se transmiten contenidos cognoscitivos pero no se avivan preguntas y discusiones en las mentes de los alumnos; si, por lo general, lo que predomina es el adiestramiento mediante respuestas dogmáticas que rara vez suscitan críticas constructivas, encaminadas, a través de una inexorable conjunción de habilidades analíticas y sintéticas, al cuestionamiento imprescindible de lo que se enseña; si no se inculcan el aprecio por las fuentes y la admiración tributable a los grandes autores, para leer directamente sus escritos (en sintonía con la bandera enarbolada por los humanistas del Renacimiento: ad fontes!) y no sólo los apuntes dictados por el profesor? ¿Cómo seremos capaces de avanzar por esa vía, si no pocas universidades yacen enclaustradas en disputas doctrinarias entre grupos de poder, los cuales pretenden ejercer monopolios atávicos sobre doctrinas y campos del conocimiento, como si se tratara de sus feudos exclusivos, y la búsqueda apasionada del saber y de la creatividad sucumbe ante una atmósfera gris, triste, infructífera, rutinaria, desazonadora, donde no se fomentan el entusiasmo, la curiosidad, la inquietud, sino que se incentivan la docilidad, la carencia de ambiciones intelectuales, la sumisión a caducos antagonismos entre escuelas…: en definitiva, la primacía avasalladora de lo político, religioso e ideológico sobre lo estrictamente académico, científico y meritocrático? Hemos de superar la polarización entre escuelas, maestros y discípulos; tenemos que despojarnos de consignas vacuas que obstruyen el pensamiento y promueven la pereza intelectual. Debemos infundir en los estudiantes un sentimiento tan “idealista” como perentorio: el ansia de saber, el espíritu crítico, la autonomía, el amor a la belleza del conocimiento, el cosmopolitismo, el desarrollo de una personalidad independiente que se alce sobre esos combates infecundos, virulentos y empequeñecedores, cuya agrura eclipsa lo nuclear y oscurece la labor investigadora y humanística…
Ningún país alcanza las cotas más elevadas de desarrollo social, económico y político sin contar con grandes científicos y pensadores. Las naciones incapaces de forjar hombres y mujeres descollantes languidecen, esclavas de ideas ajenas, rehenes de la inercia de los cambios culturales gestados en otros países. Sin fomentar un sistema educativo y un entorno cultural donde se potencie la creatividad, donde se valoren con justicia el trabajo intelectual y académico, el esfuerzo, el tesón, la profundidad (no el éxito rápido, fugaz, sino la solidez de una obra humanística o de una contribución científica); donde el prestigio no penda del frágil hilo de la suerte, de los títulos o de las conexiones, sino del trabajo hondo, fértil y honrado; donde florezca y se comunique la pasión por el conocimiento, más allá de las desavenencias escolásticas; donde el acceso a las fuentes del saber y a las cúspides de la cultura no se restrinja a quienes gozan de la amistad o de la cercanía ideológica con los poderes establecidos, sino a aquéllos que verdaderamente manifiesten ese bien tan escaso llamado talento, llamado valentía, llamado independencia de juicio y de carácter; sin todo ello, España permanecerá atrapada en su dramático letargo, en su actual encrucijada, y difícilmente se equiparará a las principales naciones europeas.
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