Álvaro Santana Acuña

¿Por qué la Gioconda sonríe con la boca cerrada? (y III)

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El comienzo del siglo XXI ha inaugurado una era global, de igual manera que el inicio del XIX inauguró “la era boquiabierta”, caracterizada por el creciente número de personas que perdió el miedo al interior de sus propias bocas, atreviéndose a mostrar en público sus sonrisas dentadas.

En la primera entrega señalé que los dientes son una parte del cuerpo casi ausente de la historia del arte –huérfana de sonrisas dentadas. En la segunda expliqué que la difusión de la odontología posibilitó que los dientes permaneciesen dentro de la boca de sus dueños durante más años y en mejor estado. Pero para que los europeos se atreviesen a exhibir sus sonrisas dentadas fue preciso pasar del “pienso, luego existo” al “esta boca que ves es mía, luego existo”.

En otras palabras, mientras los dentistas habían comenzado a cambiar para siempre el paisaje óseo de las bocas humanas, otra transformación clave aconteció unos centímetros más arriba, en el cerebro, pues fue allí donde cambió la manera de entender qué es un ser humano. Y la boca tuvo mucho que ver en ello.

Desde la antigüedad clásica hasta el siglo XVIII en los países occidentales predominaba la creencia de que a una persona se le podía escapar el alma por la boca abierta. (Un residuo de esa creencia es decir “salud” o “Jesús” a una persona tras estornudar, pues, mediante el estornudo, el alma podía huir del cuerpo). Además, como desde la boca del rey hasta la del último súbdito contenía dientes dañados, abrirla sin moderación se estimaba un signo de bajeza. Tan mal visto estaba abrir la boca en público sin control que la risa, la cual desnuda ante la mirada de los demás el interior de nuestras bocas, llegó a entenderse como un arma de subversión del orden social. De ahí la mala fama que durante siglos, debido a la intervención de la iglesia y otras instituciones, arrastró la fiesta del carnaval, cuando docenas de bocas averiadas, desdentadas y desenfrenadas se abrían para reír a lo largo de horas y días. Incluso las cortes reales, como la de Luis XIV, montaron complejas ceremonias de gran seriedad para que el monarca abriese la boca lo menos posible. Los cortesanos hablaban sus graves palabras.

El anatema de la boca abierta y sonriente quedó en entredicho durante el largo XVIII, que no sólo fue el siglo de la razón y la ciencia, sino también del sentimiento y la sensibilidad. Ese mayor interés por conocer el origen y la expresión de los sentimientos contribuyó, por ejemplo, al nacimiento de la novela moderna tal y como la conocemos. En las novelas no sólo se investigaron los antiguos sentimientos, sino otros nuevos; además de acuñarse palabras inéditas para denominarlos.

Con el avance de la razón científica y la reflexión sobre los viejos y nuevos sentimientos, hacia finales del siglo XVIII perdieron fuerza las antiguas ideas sobre almas huyendo por bocas abiertas. La era de la boca cerrada estaba llegando a su fin, y la boca abierta se convertía en un vehículo fundamental para la expresión de la individualidad; tanto en forma de ideas como de sentimientos, por ejemplo, la alegría manifestada mediante una sonrisa mostrando los dientes.

Los escritos de los filósofos ilustrados abrieron la mente de hombres y mujeres, mientras que las obras artísticas de Ducreux, Vigée Lebrun y Messerschmidt les hicieron abrir la boca.

Mientras autores como Rousseau, Kant o Diderot pasaron a la historia por haber abierto la mente de los hombres y mujeres del XVIII, las obras artísticas de Ducreux, Vigée Lebrun y Messerschmidt les hicieron abrir la boca. Sus obras inauguraron la era boquiabierta en el arte, aunque el tránsito no estuvo exento de problemas. El estigma de reproducir la boca abierta de una persona viva en un lienzo o una escultura estaba tan extendido que esos artistas sólo se atrevieron a representarse a sí mismos mostrando los dientes. Aún así causaron estupor: a Vigée Lebrun se la tildó de provocadora, a Ducreux de disoluto y a Messerschmidt de loco.

Marie-Louise-Élisabeth Vigée Lebrun y su hija

Marie-Louise-Élisabeth Vigée Lebrun y su hija

En 1787 Marie-Louise-Élisabeth Vigée Lebrun, una de las pintoras más destacadas del siglo, expuso en el Salón de París un cuadro que la mostraba abrazando con ternura a su hija. ¿Puede pensarse en un tema más banal e inocente? Y sin embargo fue considerado un escándalo porque Vigée Lebrun se atrevió a posar sonriendo con la boca entreabierta, enseñando sus dientes blancos y mirando al espectador. Lo suyo no resultó una casualidad, sino reincidencia. Años antes, en 1782, pintó un autorretrato en el que se advertían sus dientes triunfales camuflados tras la mínima sonrisa de sus labios carnosos y la ingeniosa sombra del ala de su sombrero pajizo cubriéndole casi la mitad de la boca.

En plena Revolución francesa, en 1793, Joseph Ducreux, antiguo pintor en la corte de Luis XVI, finalizó un cuadro no menos irreverente. Ducreux no había pintado un crucificado desnudo o una manada de sátiros violando a jóvenes vírgenes. Tampoco había retratado a la reina María Antonieta practicando la ninfomanía, como sí lo hacían numerosas estampas de pornografía antimonárquica que circulaban por casi toda Francia y parte del extranjero. No. Ducreux tuvo la osadía de pintarse a sí mismo con el índice de su mano derecha señalando al espectador, mirándole a la cara y regalándole una sonrisa burlona con la boca abierta. A diferencia de Vigée Lebrun, en esa boca resaltaban la parte superior de sus dientes oscuros y en parte deformes. Mediante ese cuadro, que hoy apenas atrae el interés de los visitantes del Louvre, Ducreux se había embarcado, como Vigée Lebrun, en la revolución boquiabierta.

Ducreux, autorretrato

Ducreux, Autorretrato

Esa revolución no sólo se desató en Francia. En Alemania, durante las décadas de 1770 y 1780, Franz Xaver Messerschmidt, escultor en la corte imperial, se dedicó a fundir en bronce cabezas cuyas caras portaban expresiones inimaginables; muchas con la boca rematadamente abierta. Tan revolucionarias eran esas expresiones faciales que jamás se atrevió a exhibir las cabezas en público. Incluso cuando fueron descubiertas en el siglo XIX, en plena era boquiabierta, varios críticos de arte argumentaron que Messerschmidt se había vuelto loco. Aunque la mayoría lo ha celebrado como un pionero en el estudio de las expresiones humanas –un tema al que Darwin dedicaría un libro que, de no haber publicado antes El origen de las especies, le hubiese granjeado fama internacional: La expresión de las emociones en el hombre y en los animales.

No existe consenso acerca de por qué Messerschmidt esculpió los cerca de setenta Charakterköpfe. Quizás deseaba evadirse de una dolencia –se especula que sufría la enfermedad de Crohn. Ahora bien, durante siglos y siglos numerosos artistas enfermaron de gravedad sin que jamás expresasen su dolor de semejante manera. En realidad, como Vigée Lebrun, Ducreux y otros artistas coetáneos, Messerschmidt participó de una revolución en las expresiones faciales sin precedentes en la historia occidental.

Messerschmidt, Charakterköpfe

Messerschmidt, Charakterköpfe

Ellos tradujeron en forma de obras de arte las consecuencias del cambio en el entendimiento de qué es un ser humano: un ser racional a la vez que sentimental. Por eso ya no bastaba con el “pienso, luego existo” cartesiano, sino que se requería el “siento, luego existo”. La cara se consagró así como el nuevo faro de la expresión sentimental y la boca como la luz que guía a los navegantes en el mar de las relaciones humanas.

Fue entonces, con el inicio de la era boquiabierta, cuando un mayor número de artistas y críticos decidió fijarse en el pequeño retrato de una mujer que ingresó en 1797 en el recién inaugurado Museo del Louvre. Hasta entonces ese cuadro apenas había atraído la atención de un puñado de personas y el número total de páginas escritas sobre el mismo no sobrepasaba la veintena. La sonrisa cerrada de la mujer no poseía nada de misterioso y sobre todo la cantidad de líneas escritas sobre dicha sonrisa a buen seguro no superaba, en conjunto, las dos hojas a doble cara.

La modernidad o “era boquiabierta” se balancea sobre la sonrisa de la Gioconda.

En suma, hasta comienzos del siglo XIX, la sonrisa de la Gioconda no era más que un grano de arena sobre la enorme playa de la historia del arte universal. Pero con la expansión de la era boquiabierta –con el triunfo combinado de la odontología y la boca como vía de expresión de la razón y los sentimientos modernos– la sonrisa cerrada de la Gioconda se volvió enigmática. ¿Qué nos quiere transmitir con su sonrisa?, se han preguntando los poetas enamorados de ella, los críticos de arte que la han elevado a los altares de la Gran Historia del Arte y los turistas de los cuatro rincones del planeta que le han rendido pleitesía.

La era boquiabierta o modernidad se balancea sobre la sonrisa de la Gioconda. De ahí que enseñar nuestra sonrisa dentada, como acostumbran a hacer millones de mortales frente a una cámara de fotos, se haya convertido en el más universal de los gestos. Tan universalmente reconocible como la sonrisa cerrada de la Gioconda.

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