Álvaro Santana Acuña

¿Tiene futuro la democracia en España?

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—Los excluidos se están rebelando.
—¡Despídalos!
—No hay manera, no tienen trabajo.
—¡Córtenles las ayudas!
—No podemos, no reciben ninguna.
—¡Derriben sus casas!
—Imposible, no tienen.
—¡Entonces, estamos perdidos!
El Roto

Imagen de carteles electorales en Las Palmas de Gran Canaria

El payaso ‘Rody’ y los candidatos

La utopía de lo real ha comenzado a levantar su campamento. Mientras escribo esta columna, los indignados del 15-M en la Puerta del Sol están enrollando sus tiendas de campaña. Para cuando usted lea estas líneas, todos – menos un retén permanente – se habrán marchado a sus casas o a la de sus padres. Esto último es lo más probable según las estadísticas; el 54 por ciento de los jóvenes entre 18 y 34 años vive aún con sus progenitores.

La decisión de levantar el campamento se tomó por consenso, la palabra mágica de la transición española y que hoy ha sido desterrada del vocabulario de los políticos profesionales que nos des-gobiernan. Precisamente, uno de los objetivos del movimiento del 15-M es acabar con los partidos políticos profesionales e impulsar una democracia real y ciudadana.

No hay que ser un indignado del 15-M para reconocer que tras 34 años la democracia española se ha convertido en una partidocracia. En 2011 nuestro sistema político se asemeja cada vez más al régimen de la Restauración (1875-1902). En aquel entonces, dos partidos, el Conservador y el Liberal, se turnaban en el poder, manipulando el resultado electoral si era preciso (casi siempre lo fue).

Como nací en 1976, no recuerdo los gobiernos de UCD (1977-1981). Como yo, todos los menores de 34 años, sólo han conocido en el poder a nivel nacional a dos partidos: el PSOE y el PP. A diferencia de la Restauración, hoy las urnas no se tienen que romper para manipular los resultados. No es necesario. Vivimos en la dictadura partidocrática del PPSOE.

El sistema de partidos políticos no es la única manera de tener una democracia.

El PPSOE y otros partidos políticos profesionales nos hacen creer que son necesarios para gestionar la democracia. Falso. En la historia, los partidos políticos han controlado regímenes sin democracia, por ejemplo durante la propia Restauración, en la Unión Soviética o en la Italia fascista. Por eso, la asociación entre partidos políticos y democracia es contingente y no esencial. Es decir, el sistema de partidos políticos no es la única manera de tener una democracia, porque el sistema de partidos políticos no es la democracia, sino una de sus formas posibles.

Los partidos encarnan una forma conocida como la democracia indirecta, la cual presenta a su vez otras formas posibles. También existe la democracia directa (por ejemplo, asambleas ciudadanas) y la democracia semidirecta (por ejemplo, partidos de ciudadanos sin afiliación política). En suma, las opciones son múltiples.

Los partidos políticos profesionales son una manera más de vivir en democracia y no su única encarnación posible. En efecto, actualmente son quince los países y territorios que viven en una «democracia sin partidos». Hace más de dos milenios, en la Atenas del siglo V a. C. se fundó la primera democracia de la historia. No existían los partidos. Era una democracia directa mediante la asamblea de ciudadanos.

En la España de hoy, aprovechándose de que la sombra del franquismo es alargada, los partidos políticos profesionales nos espantan proclamando, de izquierda a derecha pasando por el centro, que sin un sistema de partidos no hay democracia posible. Sin él, la democracia está abocada al fracaso o, peor aún, a la anarquía civil. Mientras tanto, lo verdaderamente espantoso es el abismo entre el político de partido y el ciudadano. Un abismo que se hace cada vez más insalvable en la vida diaria.

Un abismo similar entre el político y el ciudadano acabó destruyendo la Restauración en 1902. Al turno pacífico de los dos partidos no democráticos, le siguió la monarquía intervencionista de Alfonso XIII, luego la corta dictadura monárquica de Primo de Rivera, una frágil república, una guerra civil y una larga dictadura. Si es cierto que la historia se repite, a juzgar por el malestar actual hacia los partidos políticos, España podría estar encaminándose hacia otro período sombrío tras apenas 34 años de democracia.

Los acampados del 15-M y otros ciudadanos expresan su malestar gritando a los políticos de partido: «no nos representáis». Se sienten utilizados: un ciudadano sólo vota por el partido, secuestrándose así su derecho a votar directamente las leyes. (Mucho menos puede proponerlas. Si se atreve, los obstáculos burocráticos lo desanimarán tarde o temprano. De hecho, pocos son los ciudadanos cuyas iniciativas se convierten en leyes.) Y se sienten huérfanos: han dejado de votar por un partido por el simple hecho de que se diga de derechas o izquierdas.

Antes de que en el Congreso y en nuestro ayuntamiento acampase «el fin de las ideologías» (según la expresión de Daniel Bell), los votantes vivían en un mundo político simple. Votar a un partido de derechas significaba apoyar el recorte del gasto público y social, y beneficiar los intereses de grupos privados y las rentas más altas. Votar a un partido de izquierdas significaba apoyar el incremento en la inversión pública y social, y recortar los beneficios de los grupos privados y las rentas más altas. Al votar a un partido nacionalista, los políticos que lo integran renunciarían a abrazar los intereses centralistas de Madrid.

Hoy sabemos que el partido de izquierdas aplica una política de derechas y que un partido nacionalista puede ser más centralista que un partido no-nacionalista. Ha muerto la época en que votar podía provocar cambios reales y profundos en nuestra democracia. Los ciudadanos lo saben. Saben que viven en una democracia sin democracia y muchos han desertado de la política, impotentes ante el monopolio de los partidos profesionales.

Otros ciudadanos saben que una cosa es la política y otra los partidos profesionales. Como una cosa bien distinta es la democracia y otra los partidos. Y defienden que es posible vivir en una democracia real y acabar con el monopolio de los partidos.

Podríamos, por ley, evitar que el partido político gobernante no estuviese en el poder más de ocho años seguidos. Pero podríamos ir más lejos: avanzar hacia una democracia no profesionalizada, plural, abierta y más real, y terminar con la degeneración del político en un miembro de una casta profesional, más preocupada por proteger sus prebendas que los intereses de la ciudadanía.

¿Cómo lograrlo? La meta debe ser una democracia sin partidos profesionales. «¡Imposible!», exclama usted. Pero, le invito a reflexionar. Vivimos en un mundo en el que las redes sociales conectan en tiempo real a millones de personas como nunca antes en la historia de la humanidad – más del 7.3 por ciento de la población mundial es usuaria de Facebook, o sea, por encima de 500 millones de personas añadidas en apenas un lustro. Por tanto, le pregunto, ¿podemos vivir en un mundo político que sólo se actualiza cada cuatro años? «Bueno», matiza usted, «reconozco que Obama ganó las elecciones en 2008 gracias al apoyo clave de las redes sociales».

Precisamente (le digo yo), ¿por qué no usar la tecnología en la que se sustentan las redes sociales para lograr una democracia directa? Por ejemplo, el voto electrónico permitiría al ciudadano votar las nuevas leyes desde su casa o el colegio electoral. «¿Y no habría fraude?», me reclama usted.

Según el Information Technology and Innovation Foundation, en 2010, tan sólo en los Estados Unidos, las transacciones de comercio electrónico sumaban ocho mil millones de dólares cada día. Sí, sí. Ocho mil millones de dólares y cada día (salvo fines de semana y festivos). En todo el mundo esa cifra se eleva a treinta billones de dólares al año. Pero aún hay más.

La utopía de la biblioteca universal colocada en las estanterías virtuales de Internet se ha hecho realidad. Si un niño que ya sabe leer empezase ahora mismo a devorar los libros disponibles en línea, se moriría sin haberlos leído todos aunque viviese cien años. Las centrales de energía, los aparatos de cuidados intensivos en un hospital, las operaciones de la bolsa, el último vuelo que usted cogió… su correcto funcionamiento lo supervisan las nuevas tecnologías. Esas mismas tecnologías que han hecho posible conectar en tiempo real a través de distintas redes sociales a más de un 10 por ciento de la humanidad.

Y si nos maravillamos de tantos avances, ¿por qué cree que se cometerá fraude con su voto electrónico? Si cada año crecen las transacciones de comercio electrónico no es sólo por la comodidad, sino también porque son muy seguras contra el fraude. En política, el fraude electoral no depende de la tecnología empleada sino del sistema de gobierno. En la España de la Restauración, se cometía fraude rompiendo las urnas electorales o engordándolas con votos del partido que debía gobernar. En la España con una democracia de 34 años, el único fraude real lo cometen los partidos políticos profesionales y no el voto depositado en las urnas.

Muchos de mi generación, es decir, la que nació en democracia, la que está por debajo de los 34 años (un 54 por ciento de ella sin una casa propia), reconocen que ha llegado el momento de vivir en democracia con democracia. Reconocen que no se puede avanzar sólo en la tecnologización de la economía y mientras tanto seguir gestionando la democracia cada cuatro años y mediante una tecnología de la edad de las cavernas: la papeleta.

Y sobre todo reconocen que no se puede confundir el desprecio hacia los partidos con el desinterés por la política, porque la verdadera víctima de tal desprecio y desinterés sólo puede ser nuestra democracia de 34 años.

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