La ley de «techo de endeudamiento»: no es un corsé, es un pañal
La imposición legal de un límite de endeudamiento para nuestro país no es más que la aceptación final de que los gestores de lo público son incapaces de realizar inversiones acertadas y administrar nuestras cuentas de forma responsable.
Para muchos, semejante medida carece de lógica porque cercena una herramienta indispensable para la economía nacional. Y tienen razón, máxime cuando bastaría con asumir los criterios de Maastricht. El problema es que si no contamos con gestores medianamente eficaces, hay que imponer límites; con todo lo que ello significa.
Pedir prestado es el vehículo necesario para que la mayoría de las empresas nazcan y crezcan, y que las familias puedan acceder a bienes y servicios cuando les son necesarios. Naturalmente, el endeudamiento importa un riesgo donde las equivocaciones y los excesos se pagan.
Desafortunadamente, el debate hoy se centra, como en la mayoría de los casos, en cuestiones que poco tienen que ver con el problema de fondo. Que si estamos ante una imposición más de nuestros socios alemanes (que lo que quieren es «apoderarse de Europa»), que si España cede ante los «neoliberales», que si la modificación en la Constitución reclama un referéndum… Nonsense, como dirían los estadounidenses.
Aunque encarar las teorías de Hayek y Keynes está de moda y resulta además un ejercicio intelectual delicioso, la realidad es mucho más llana y pueril. En la economía simulada que vivimos, tanto gobernantes de una falsa izquierda como los autoproclamados liberales han coincidido en la misma aberración: manipular el sistema y hacer uso corrupto de la riqueza del estado (lo público, lo que pertenece al contribuyente) para perpetuar su clase.
Hace un par de meses, cuando Estados Unidos estaba envuelto en su particular y apocalíptico debate sobre su techo de endeudamiento, Warren Buffett dijo que él podría resolver el problema en cuestión de 5 minutos: «sólo hay que pasar una ley que diga que cada vez que haya un déficit superior al tres por ciento del PIB, todos los miembros del Congreso pierden la posibilidad de ser reelegidos». Buffett no hablaba en serio, sino que exponía con su habitual sarcasmo el fondo del asunto: la impunidad reinante en la clase política.
Si el administrador de una empresa hace una mala gestión de la misma, lo normal es que sea destituido. Si se demuestra que su mala gestión ha sido además irresponsable, fraudulenta o, simplemente, negligente, podría incluso acabar en la cárcel. En el sector privado hay incentivos tanto para hacerlo bien como para andarse con cuidado. Tal y como denunciaba Buffett en su país, eso en España, nuestra mayor empresa, tampoco existe.
En la empresa privada también existe otra práctica que resulta fundamental: por lo general, quien gestiona una empresa de éxito es un grupo de profesionales bien formados con capacidades y talentos demostrables. Hay que hacer méritos para llegar a la cima.
Nos hemos acostumbrado a transitar por la vida como rehenes de una minoría de individuos tan ignorantes como impunes en el ejercicio corrupto de su deber. Podemos debatir sobre la conveniencia de permitir o no el fracaso de un sector, la viabilidad de una u otra política monetaria, incluso la viabilidad hoy día del proyecto europeo… Pero, ¿con quién?
En un país cuyos representantes son objeto de burla y deambulan en el exterior como el personaje de Peter Sellers en “El guateque”, donde todos pagamos aparatos de propaganda política en forma de televisiones públicas en quiebra permanente mientras que hay juzgados en los que no hay para carpetas y unos míseros trajes exponen la honestidad de nuestros gobernantes, ¿nos extraña que se nos impongan leyes sobre cómo gestionar nuestra economía? ¿Seremos nosotros los que propongamos ideas al resto de Europa?
Efectivamente, una doctora en física de la primera economía europea dicta que hay que obligarse constitucionalmente a limitar el déficit.
A lo mejor habría que aprovechar el cambio constitucional para ir enderezando las cosas. Añadir otro «techo» al texto de nuestra Carta Magna: uno que limite la mediocridad de nuestros representantes. Imponer una cierta formación y talentos mínimos y demostrables a quienes aspiran a decidir sobre nuestras vidas, nuestros bienes y el futuro de nuestros hijos. No sería un texto tan poético como aquel que habla sobre el derecho de todo ciudadano a una «vivienda digna y adecuada», pero sí más eficaz.
Una clase política digna y adecuada no resolverá todos nuestros problemas, pero es sin duda fundamental para comenzar a abordarlos.
Hasta que eso ocurra, asumamos de una vez que lo que hoy nos ocupa no es un corsé a la economía española impuesto por gobernantes extraños (aunque a largo plazo la medida tenga ese efecto). En realidad se trata de un pañal que intenta limitar los estropicios de nuestros políticos.
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