Jorge Suárez

«La próxima gran caída de la economía mundial»

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TRUMAN presenta un adelanto del próximo libro de Jorge Suárez Vélez, analista financiero establecido en Nueva York y comentarista económico para la CNN. «La próxima gran caída de la economía mundial«, publicado por Random House y que saldrá a la venta la próxima semana en México, hace un análisis de la crisis financiera de 2008 y expone cómo las condiciones actuales nos van a llevar en poco tiempo a una nueva crisis mundial.


Portada del libro La próxima gran caída de la economía mundial

"La gente sólo acepta el cambio cuando se enfrenta a la necesidad, y sólo reconoce la necesidad cuando la crisis lo asecha" -Jean Monnet

En septiembre de 2008 se declaró la quiebra del banco de inversión Lehman Brothers. En ese momento, llegó a su punto climático la crisis económica mundial que había empezado a manifestarse desde la quiebra del banco inglés Northern Rock un año antes, y que se confirmó con la absorción por parte del banco estadounidense JP Morgan del banco de inversión Bear Stearns en marzo de 2008. En el mismo mes de septiembre, la Reserva Federal estadounidense anunció la creación de un fondo con 85 mil millones de dólares para apoyar a la aseguradora AIG, una de las mayores empresas del mundo, y que desde abril de 2004 era parte del privilegiado grupo de treinta empresas que componen el índice Dow Jones. Se corroboraba que el mundo vivía la peor crisis financiera desde la Gran Depresión que comenzara con el desplome bursátil a partir de octubre de 1929.

Como siempre ocurre en un mundo cuyo ritmo parece ser prescrito por CNN, se hizo embonar una crisis global y con raíces profundas, en un ciclo de 24 horas de noticias que no admite demasiada reflexión o análisis. Se intentó calificar —como siempre se hace— a una situación que fue cincelándose golpe a golpe, como si hubiese sido el resultado de los eventos del día, semana o mes anterior, cuando podemos rastrear sus antecedentes por décadas.

El primer objetivo de este libro, entonces, es subrayar algunos de los orígenes de una realidad compleja que —como una tormenta perfecta— ha tomado elementos de diferentes acontecimientos no relacionados entre sí, pero cuya combinación incrementa su capacidad destructiva. Sin embargo, si bien es importante ver hacia atrás pues la historia nos sirve como espejo, como dicen los chinos; creo que es importante hacer un esfuerzo por anticipar cómo van a evolucionar diferentes variables, no con el morboso objetivo de alarmar, sino con el propósito de propiciar una adaptación efectiva a una realidad que será radicalmente diferente al entorno del cual venimos.

Ese es, quizá, el mayor error que se está haciendo en la forma de confrontar esta crisis. Se le sigue embistiendo como si fuese un transe coyuntural, una recesión cíclica que es más severa que lo usual, pero de la misma naturaleza; no lo es. Mientras más tardemos en darnos cuenta de las características profundamente estructurales de lo que estamos viviendo, menos margen de maniobra tendremos. Tenemos que aprehender que la revolución tecnológica que se ha manifestado gradualmente en toda la humanidad impone nuevos retos y, potencialmente, grandiosas oportunidades. Pero, antes que nada, tenemos que simplemente descontar que las recetas que antes funcionaban perfectamente en el comal son totalmente inadecuadas para el horno de microondas.

Las actitudes que por décadas han asumido los gobiernos son, cuando menos, surrealistas. En Estados Unidos —y mucho más en Europa— el paradigma del “estado benefactor” se ha arraigado peligrosamente. Originalmente, el concepto de retiro estaba diseñado para que alguien que hubiera trabajado toda su vida pudiera gozarlo durante los últimos años de su existencia. Cuando la edad de retiro se fijó en Estados Unidos a los 65 años, la esperanza de vida era de 63; ahora es de más de 78. En algunas profesiones —un policía, por ejemplo— es posible retirarse a los 50. Eso quiere decir que es enteramente probable que haya muchos casos en los que alguien estará más años viviendo de su retiro de los que estuvo activo. No hay estado, por rico que sea, que aguante eso (a no ser que el retirado viva exclusivamente de lo que él mismo logró acumular de ahorro).

Por si fuera poco, la ciencia ha evolucionado a pasos agigantados. Ha habido cambios fundamentales que han llevado al desarrollo de la llamada “medicina personalizada”. Conforme se ha mapeado el genoma humano y entendemos mejor los factores que provocan una enfermedad, las terapias para atacarla se han vuelto inconmensurablemente más precisas y con menos efectos colaterales. Las implicaciones económicas, sin embargo, son trascendentes. El desarrollo de un nuevo medicamento cuesta cientos de millones de dólares (se estima entre ochocientos y dos mil millones de dólares). Por cada medicina exitosa hay decenas de otras que no logran aprobación para uso humano, ya sea por toxicidad, falta de eficacia, o infinidad de otras razones. Las que logran llegar al mercado tienen que cubrir el costo de las que no. Antes, se hablaba de “cáncer” o “leucemia”, hoy se habla de decenas de tipos distintos de cada uno de estos males, y hay terapias específicas para cada uno. El reto está en que aquellos medicamentos que antes amortizaban su costo entre millones de enfermos, ahora lo tienen que hacer con cientos de miles. Por ende, el costo del medicamento en cuestión se multiplica tan rápidamente como su efectividad.

La gente no sólo vivirá más años, sino que además aquellos que antes padecían enfermedades mortales ahora podrán vivir por décadas con enfermedades crónicas, mantenidas bajo control con carísimos medicamentos. Y a pesar de esa realidad incontrovertible, en marzo de 2010 el gobierno del presidente Obama pasó una reforma de salud en la cual jamás se intentó siquiera tomar medidas realistas para contener los crecientes costos. Un sistema repleto de ineficiencias y conflictos de interés donde en Estados Unidos se pagan los medicamentos más caros del mundo (gracias al eficiente cabildeo de las empresas farmacéuticas que impide, por ejemplo, que el colosal sistema público de salud negocie precios por volumen al comprar medicamentos), donde los médicos tienen que pagar cientos de miles de dólares al año para proteger su patrimonio de litigio ilimitado (lo cual los fuerza también a hacerle a sus pacientes estudios innecesarios para simplemente protegerse de litigio potencial), en el cual los doctores pueden referir negocio a sus propias empresas de servicios complementarios —como radiografías o análisis médicos— y en el cual las aseguradoras tienen una rentabilidad extraordinaria, tiene enorme margen para recortar costos. Pero, para hacerlo, hay que tener el valor de enfrentarse a grupos poderosos.

Antes de la reforma de salud, Estados Unidos pagaba alrededor de 18% del PIB dando servicios de salud no universal; el Reino Unido gasta la mitad en dar salud universal. En una forma de “razonar” que el propio Kafka hubiera encontrado excesiva, se agregó a 32 millones de nuevos beneficiarios a un sistema de salud que no hace sentido, y 19 millones directamente a Medicare, el sistema de salud pública, sabiendo que éste tiene sus días contados pues está quebrado; simplemente adelantaron su fecha de defunción. Aun antes de extender su alcance, estimados del propio gobierno indicaban que a ese ritmo de crecimiento, el gasto público en Seguro Social, Medicare y Medicaid consumiría el cien por ciento de la recaudación fiscal en el año 2047. Según estimados de la oficina presupuestal del congreso (CBO por sus siglas en inglés), el costo de los nuevos beneficios ascenderá a 457 mil millones de dólares de 2011 a 2019. Este estimado es extraordinariamente conservador, y para ver qué tan errados pueden estar los pronósticos oficiales, cuando el programa se lanzó originalmente, el estimado del congreso era que su costo desde 1965 a 1990 sería de 12 mil millones de dólares; hoy sabemos que ascendió a 109.7 miles de millones, nueve veces lo originalmente presupuestado. Estudios privados estiman que el costo adicional del nuevo sistema de salud pudiera ascender a 2.4 billones de dólares en sus primeros diez años de implementación. Las implicaciones fiscales para Estados Unidos si esas cifras son remotamente cercanas a la realidad, serían desastrosas.

En mi opinión, el que la administración de Obama haya optado por empeñar su capital político en lograr esta reforma tiene implicaciones serias: o lo hizo en el epítome de la irresponsabilidad fiscal, empeñando el futuro para ganar popularidad a corto plazo, o realmente no se da cuenta de la magnitud del problema fiscal estadounidense. Cualquiera de las dos opciones debe ponernos los pelos de punta.

El mundo ha cambiado por incontables razones, elaboraré más tarde sobre algunas, pero los políticos prefieren hacer como que todo es hoy como lo era para la generación de nuestros padres, en vez de sufrir los dolores de cabeza que vendrían de enfrentar a sus votantes para decirles que hay que hacer cambios urgentes —aunque dolorosos— y explicar qué pasaría si no los hacemos.

Uno de los elementos que ha hecho tan confusa esta crisis proviene del hecho que para muchos países del mundo se pasó de la abundancia total a la escasez absoluta. Ebrios por la enorme recaudación fiscal que provino de burbujas crediticias e inmobiliarias que hicieron que la gente se sintiera “rica” y gastara como nunca, los gobiernos procedieron a hacer compromisos nuevos como si esa bonanza fuese a ser permanente, lejos de serlo hoy vemos la situación exactamente inversa. Hasta ahora, seguimos viendo un esfuerzo desesperado por hipotecar el futuro para mantener el gasto presente, pero la cordura o —más probablemente los mercados— impondrán una dosis de realismo más pronto que tarde. Una crisis así forzará a que el contrato social se redefina. ¿A dónde empieza y dónde termina la responsabilidad del estado? ¿De verdad es imperativo mantener a quien se retira durante veinte o treinta años, dar Seguro Social aun a los millonarios, darle subsidios agrícolas a las multinacionales, y subsidiar el transporte público (con beneficios exclusivamente locales) con recursos federales? ¿Es necesario que un país como Estados Unidos gaste en defensa más que los siguientes 23 países sumados, a pesar de que 22 de ellos son sus aliados? Pero pocas cosas hay más difíciles que quitar lo antes otorgado. Como decía mi mamá: “el que da y quita, con el diablo se desquita”. El gasto público es, por definición —y por cabildeo— pegajoso, y para un político puede ser suicida racionalizarlo. Pregúntele a David Cameron en el Reino Unido y recuerde las protestas en Londres, o vea lo que ha pasado en Grecia e Irlanda al anunciarse planes de austeridad, y lo que pasa en España aun antes de que empiece un proceso serio de reducción del gasto público.

Como dijera Jeffrey Immelt, CEO de General Electric, en noviembre de 2008: “Esta crisis económica no representa un ciclo, representa un reinicio (reset); es un reinicio emocional, social y económico… la gente que lo entienda, prosperará; aquellos que no, serán dejados atrás”.

Nuestra generación enfrenta un dilema colosal. De lo que hagamos con esta mano que la historia nos repartió, dependerán las oportunidades de las generaciones que vienen. En un concepto filosófico cotejado por la historia, no existe la posibilidad de cambio profundo sin dolor y crisis. Las culturas judeo-cristianas lo conocían como un ritual de ablución, necesario para purificar el espíritu; los musulmanes como ghusl; Hegel habla de sublación, y Werner Sombart lo traduce de la filosofía a la economía e introduce lo que será el proceso de “destrucción creativa” del que habla la escuela austriaca de pensamiento económico. Las economías requieren de procesos en los que lo obsoleto se destruye para dejar campo abierto a lo nuevo. Mucho depende de lograr hacer ese proceso en forma eficiente. En la medida que se deje morir lo que no funciona, se liberará el capital que irá a financiar el nacimiento de industrias y negocios nuevos. El argumento hace sentido tanto a nivel de las grandes industrias como la automotriz, o a nivel micro cuando hablamos de cientos de miles de millones de dólares entrampados en los elefantes blancos que surgieron en la burbuja inmobiliaria a principios de la década pasada. ¿De verdad hace sentido utilizar el acceso a crédito barato y abundante para hacer casas y edificios de departamentos? El beneficio de éstos a la economía se da sólo en el momento en el que se están construyendo, demandando materiales y mano de obra; después, sólo cuesta mantenerlos. La nueva realidad nos tiene que llevar a cuestionarlo todo: el sistema educativo, la estructura de las comunidades, la relación entre las naciones, todo.

Nunca como ahora la tecnología ha cambiado nuestro día a día. Todavía recuerdo cuando mi padre me mostraba asombrado la máquina de facsímil que permitía enviar en forma remota un papel firmado, ahora éstas están destinadas a ocupar en los museos un lugar junto a las máquinas de escribir y las de télex. Hoy podemos —utilizando herramientas como Skype— ver la cara de alguien con quien “hablamos por teléfono” (en forma prácticamente gratuita) a miles de kilómetros de distancia, podemos tener una junta en forma remota con quien está en países distantes, y enviar una fotografía del instante que vivimos —tomada con nuestro teléfono— a alguien en el otro extremo del mundo. Un médico en Rochester puede participar en una cirugía que ocurre en Francia, y si tenemos una pregunta sobre nuestra computadora quien nos la responde está quizá en la India. Y, sin embargo, seguimos atacando nuestros problemas con criterios cortoplacistas y tradicionales como si el mundo no hubiera cambiado. Seguimos pensando en comales, no en microondas.

El persistentemente alto desempleo en la economía estadounidense se ha vuelto el más cruel verdugo de carreras políticas, y es quizá la principal amenaza para la posible reelección de Barack Obama en 2012. Sin embargo, el gobierno insiste en remediarlo con recetas tradicionales. Los políticos siguen sin darse cuenta de los nuevos componentes de la economía —la mayoría de ellos positivos— que provocan menores niveles de empleo. Jack Welch, ex CEO de General Electric dijo en una entrevista con la cadena televisiva CNBC que una empresa en la que hoy invierte, tenía 26 mil empleados en 2007 y generaba 12 mil millones de dólares de ingresos. En el año 2013, regresarán al mismo nivel de ingresos, pero sólo tendrán 14 mil trabajadores. Esto ocurrirá debido a la incorporación de tecnología de información en procesos productivos. En una realidad así, es de vital importancia a largo plazo invertir en el entrenamiento de la fuerza de trabajo y fortalecer el sistema educativo; a corto plazo, es fundamental propiciar la movilidad geográfica de los empleados (cualidad que siempre ha contribuido a que los niveles de desempleo en Estados Unidos sean mucho menores a los de países europeos, por ejemplo). Lejos de apuntalar esa fortaleza, el gobierno decidió proponer una moratoria en el embargo de casas, medida que mantendrá a las familias en las zonas más golpeadas por la crisis —como Nevada, con más de 14% de desempleo— evitando que vayan a los estados menos afectados —como Dakota del Norte, con menos de 4%—; y en otra errada medida que ha arraigado a los desempleados en donde no deben estar, han extendido seguros de desempleo de 26 a 99 semanas (y, posteriormente, por trece meses más), incrementando el riesgo de obsolescencia de los trabajadores, y el riesgo de que el desempleo se vuelva estructural.

Estudios hechos por Lawrence Katz de la Universidad de Harvard y Bruce Meyer de la de Chicago demuestran cómo crece exponencialmente la dificultad de conseguir empleo conforme alguien permanece desempleado, y cómo decrece la capacidad del trabajador para negociar una compensación razonable. Además, un estudio del Proyecto Nacional de Ley Laboral encontró que los impuestos sobre las nóminas (“payrolls”) se incrementaron 34% en promedio en 41 estados debido a la necesidad de cubrir el creciente costo del seguro de desempleo, lo cual lleva a hacer más caro contratar gente. En cierta forma, a más seguro de desempleo, más costo de emplear y, a pesar de tanta evidencia, el populismo y el cortoplacismo siguen dominando. Lo importante es hacer aquello que genere votos mañana, no lo que sea lo mejor para la gente a largo plazo.

El presidente de Estados Unidos ha dicho que uno de los riesgos de que el desempleo se mantenga alto por más tiempo está en que las empresas “están aprendiendo a hacer más con menos”. Él está muy equivocado pues es justo ahí donde está la gran oportunidad. Sí, la invención del teléfono le quitó trabajo a mensajeros, la de la PC eliminó a millones de secretarias, y los ATM’s (cajeros automáticos) dejaron a muchos cajeros de carne y hueso sin empleo. Pero la productividad de la economía ha aumentado y ese progreso libera a gente que tendría trabajos rutinarios y clericales, y que ahora puede tener acceso a otros con más posibilidad de ascenso y progreso. En el extremo, el empleo puede aumentar en función de la ineficiencia de las empresas, pero eso condenaría a la economía a no desarrollarse y al trabajador al estancamiento pues más trabajadores se repartirían ingresos menores, la capacidad para reinvertir estaría limitada, y el desarrollo de investigación y análisis carecería de fondeo.

Como siempre ocurre, la revolución tecnológica y la nueva realidad generará ganadores y perdedores. Los periódicos impresos, por ejemplo, podrían tener sus días contados, pero aquellas empresas noticiosas que entendieron que su finalidad no es distribuir un diario impreso a las puertas de sus lectores, sino asegurarse de que éstos reciban noticias en forma oportuna —ya sea por un correo electrónico, para verse en un iPad, o en un teléfono celular— tienen la posibilidad de sobrevivir y seguir adaptándose. Los medios electrónicos también implican reducir costos de impresión y distribución. Hace diez años, las primeras personas que vieron Facebook o YouTube se rieron tanto como las que vieron Twitter hace cuatro años. Facebook, fundada hace seis años, tiene un valor en el mercado de más o menos la mitad de lo que vale Ford Motor Company, fundada hace 114 años. Esta última hace automóviles, le desafío a que me explique qué es lo que hace la primera y cómo genera ingresos como para justificar tal valuación en el mercado.

Las grandes oportunidades se presentan en las grandes crisis, y ésta no será la excepción. En mi opinión, la probabilidad de que países, empresas o individuos estén entre los vencedores, y no entre los vencidos, se incrementa en función a entender la potencial sucesión de lo que viene.

Hay abundantes ejemplos históricos de elementos positivos y negativos de las grandes crisis. De hecho, las dos previas (de esta magnitud) se presentaron en 1873 y 1929. La primera fomentó creatividad que acabó engendrando el avance tecnológico más influyente en los últimos dos siglos: la invención de la máquina de vapor. Generó cambios profundos en la forma de producir acero, y gracias a éstos se habrían de desarrollar la industria automotriz, los rascacielos y los aviones. En la segunda, sin embargo, la sucesión de una medida cortoplacista tras otra provocó proteccionismo y que la crisis estadounidense se exportara a Europa afectando a Alemania, uno de los principales socios comerciales de Estados Unidos en ese momento, provocando que el ingreso alemán bajara 40% entre 1929 y 1933, entorno propicio para el ascenso de Hitler —un perverso populista que aprovechó el descontento y el deseo de buscar culpables— tomara posesión como canciller en enero de 1933.

Jean Monnet, el padre de la Unión Europea, decía que “la gente sólo acepta el cambio cuando se enfrenta a la necesidad, y sólo reconoce la necesidad cuando la crisis lo asecha”. En algún sentido, analizar una crisis y anticipar cómo ésta irá mutando, lejos de implicar una posición pesimista o inquietante, ofrece la perspectiva más optimista posible: aquella en la que finalmente haremos frente a retos que pondrán énfasis en los colosales desbalances y situaciones incoherentes que se han ido desarrollando lentamente como un tumor maligno que imperceptiblemente crece y se metastatiza hasta poner en peligro al organismo entero. Como en el caso de un cáncer, éste atenta contra la salud general no por su efecto directo, sino porque para crecer acaba privando a órganos vitales de los recursos que necesitan para desarrollarse en forma sana.

Al igual de lo que ocurre a nivel individual cuando la estabilidad y la prosperidad provocan complacencia y esfuerzos desmesurados por mantener el status quo, los grandes cambios sólo se generan en momentos de crisis. Si ésta se aprovecha, uno puede salir fortalecido, más ágil y más preparado; si no, una crisis generará otra mayor y potencialmente devastadora. Es justo ese el punto en el cual estamos. Podemos tomar medidas inteligentes y visionarias, o simplemente esperar a que el cáncer se vuelva incurable.

Si aceptamos que ésta no es una crisis cíclica ordinaria, comprenderemos la infinita confusión que proviene de la constante reiteración de analistas optimistas patológicos y de medios de información que discuten incansablemente si “la crisis ya acabó” o no. Regresando a la analogía del cáncer, esa pregunta equivale a que un enfermo ya diagnosticado con esa enfermedad pensara que ha quedado curado, sin haber tenido tratamiento alguno, por el simple hecho de estar en remisión o por haber recibido medicamentos paliativos. Si analizamos los orígenes de esta crisis, y lo haremos, podremos ver que éstos permanecen intactos en el mejor de los casos, o que se han agravado, en el peor.

Copyright © 2011 · Jorge Suárez. Todos los derechos reservados.

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TRUMAN agradece al autor y a Random House Mondadori su deferencia al permitirnos publicar esta obra.

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