La culpa

Si el XIX fue el siglo de la Histeria y el XX el de la Depresión, el XXI va a ser el de la indigestión. La indigestión de culpa, para más señas. No sé yo si la culpa es buena, mala o mediopensionista; pero estamos todos sobrecogidos e indigestos, porque resulta que hemos pasado, sin mediar intermedio, de no tener responsabilidad por nada a culpa de todo. Los bancos, como si no tuvieran empleados ni supervisores, los supervisores como si no tuvieran inspectores, los inspectores como si no tuvieran inspeccionados, los políticos, como si no tuvieran votantes, los votantes como si no tuvieran criterio y, en general, el respetable por habernos fumado el presente como si las cajetillas nos las hubieran regalado. Y la culpa, del empedrado a la conciencia propia.
Vamos a por el tercer o cuarto año de megacrisis y, además de no llegar a fin de mes, no tenemos bicarbonato suficiente para gestionar esta úlcera culpable que se nos ha generado a todos.
Yo me siento culpable por entregas y, a veces, a la totalidad y cada vez que oigo a un economista no descubierto hablar de las barbaridades que se hicieron me siento como si fuera el pocero y el alcalde de Seseña todo en uno. Vamos, que no sólo me siento culpable de haberme creído empleable y con opciones profesionales debidas a mi cualificación, sino que, por sentirme, me siento hasta culpable de la sequía, y eso que una es de las que cierra el grifo cuando se lava los dientes.
Eso es algo que me ha pasado desde pequeña, que si había una culpa por ahí, ya me la apropiaba yo, por si acaso. Debe ser por haberme pasado toda la infancia castigada, que le he cogido el gusto a ser culpable.
Y no porque quiera yo, como en “Celia en el Colegio”, ser santa y mortificarme, sino porque parece que cuando le ponemos culpable, nos quedamos más tranquilos. Y si me lo cuelgo yo, pues antes empiezo a estar tranquila.
Si ésta fuera una culpa de las corrientes, con pedir perdón y no hacerlo de nuevo, nos quedábamos tan desahogados, pero una culpa tremenda y globalizada no se cura con un “señor mío Jesucristo” ni dos horas de trabajo social, y ya me dirán ustedes que coach nos repara semejante destrozo emocional. Vamos, ni uno certificado por la mejor asociación americana nos devuelve al ánimo inconsciente de antes del Disgusto.
C.W., que anda por mundos menos deprimidos, sigue pensando en el futuro como algo prometedor y lleno de oportunidades. Yo, desde luego, lo único que sé es que además de culpable, el futuro se me presenta pobre. Qué le vamos a hacer. Y encima, el psicoanálisis pasado de moda, que eso era para la histeria, no para el estómago.
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