Las privatizaciones empeorarán el nivel de vida
Este artículo fue publicado en el New York Times hace más de 20 años, pero define con nitidez lo que ha ocurrido.
El mes pasado asistí a las reuniones anuales del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en Washington. Cuando terminaron las reuniones me quedé con la impresión de que no habría más remisiones para los países deudores de América Latina, a menos que siguieran el ejemplo de México.
Para ello, países como Brasil y Argentina, tendrían que vender sus empresas de servicios públicos, algunas empresas industriales potencialmente rentables y algunas industrias de servicios como las aerolíneas. En el pasado, uno se encontraba con cantidad de banqueros en estas grandes reuniones internacionales. Ahora hay un montón de abogados.
El proceso de ejecución ha comenzado para América Latina, pero por el momento se llama privatización o intercambio de deuda por capital (debt-for-equity swaps). A los países esperanzados en pedir prestado más dinero al FMI y al Banco Mundial se les pide que se ayuden a sí mismos renunciando a la propiedad de su infraestructura económica básica.
Al apoyar este nuevo modelo de privatización de monopolios públicos, los inversores locales y sus socios de la comunidad bancaria internacional, citan una serie de lugares comunes. El sector privado gestionará las empresas de manera más eficiente, dicen los proponentes de la privatización. Este argumento tiene mérito, sin duda. Pero hay que recordar que cuando surgieron los problemas en las instituciones de crédito de Texas éstas estaban en manos de empresas de gestión privada.
Pero lo más importante es que en Estados Unidos y en Europa existe un equilibrio entre la rentabilidad de las empresas privadas y la necesidad de que el público tenga acceso a servicios de energía, transporte y otros a precios populares. Este equilibrio está asegurado por los organismos públicos de regulación y está respaldado por la legislación antimonopolio. Sin embargo, algunas economías de América Latina o del tercer mundo carecen de estas normativas porque sus gobiernos tienen la propiedad de los principales servicios públicos y otros monopolios. El hecho de que la propiedad privada se apodere de estas empresas será una nueva experiencia para estos países y puede que no se beneficien de las mismas consecuencias saludables como ocurre en Estados Unidos.
Los defensores de la privatización dicen que una venta masiva de empresas de servicios públicos reducirá el déficit presupuestario del gobierno. Ellos argumentan también que el traspaso de empresas estatales, que suelen ser cargas fiscales en manos privadas, permitarán una mayor recaudación. Como resultado de todo esto, reducir el déficit podría ayudar a retrasar las inflaciones endémicas que afectan a la mayoría de las economías deudoras.
Sin embargo, para la población en general, trasladar la carga económica fuera del gobierno (y por lo tanto, de los contribuyentes) puede llegar a ser una gran medida ilusoria. Puesto que lo que el gobierno ahorra en subsidios termina siendo pagado por los usuarios en forma de precios más altos de energía, teléfono y transporte que cobrarán los nuevos dueños.
Afortunadamente hay alternativas a los escenarios anteriores. La más obvia es mantener estos monopolios públicos, pero restructurándolos de manera verdaderamente independiente mediante la incorporación de los mejores gestores posibles. La alternativa a la mala gestión de las empresas públicas no es necesariamente la privatización, sino una mejor administración y mayores controles para evitar la incompetencia y las malas prácticas.
Una segunda opción es adoptar una legislación reguladora y de competencia antes de que sea demasiado tarde. El objetivo es responsabilizar a la empresa privada de sus promesas haciéndoles absorber el pago de su posible ineficiencia, disfrutando de menores ganancias en lugar de extorsionar a los consumidores con precios más altos. Después de todo, ¿por qué las poblaciones del tercer mundo se merecen menos que Estados Unidos a este respecto?
Sea cual sea la opción elegida, los posibles resultados son relativamente claros. Si los nuevos compradores de los servicios públicos son extranjeros, constituirá un retroceso del neocolonialismo al colonialismo directo. Si los inversores locales son quienes adquieren la infraestructura económica de una nación, alcanzarán un mayor grado de poder del que ha sido obtenido por los inversores en Estados Unidos y en Europa. El resultado de esto puede ser una polarización económica sin precedentes en países donde los ciudadanos ricos ya tienen una fuerte influencia sobre el gobierno.
Pero el resultado más probable es una alianza entre las familias ricas locales y bancos extranjeros y otros inversores internacionales. Eso le daría una pátina cosmopolita al proceso de adquisición.
De un modo u otro, la conversión de la deuda en patrimonio representa una ejecución hipotecaria sobre la economía mal administrada del tercer mundo. Pero detrás de la retórica de la privatización de hoy debemos preguntar siempre: ¿Qui bono? ¿Quién se beneficiará de los cambios económicos futuros? En mi opinión, serán los ricos y los bancos acreedores que se benefician de estos programas. Para el pueblo en general, y para los sindicatos de empleados públicos, la privatización significa que la vida puede ser más cara en el futuro.
12 de noviembre de 1989, The New York Times
Michael Hudson (NYT/Bill Sweeny)
Traducido al español por Truman Factor y publicado con autorización de Michael Hudson.