¿Eres un cocoon?
Cocoon no es el nuevo y flamante nombre del temible y hogareño «hombre del saco», tampoco tiene nada que ver con un personaje hasta hoy desconocido de la Tierra Media de Tolkien, ni mucho menos denomina a una tribu recién descubierta en el corazón chamuscado de la selva amazónica. No, los cocoon pertenecen al reino animal, son de carne y hueso, y viven cerca de nosotros. Tan cerca que quizás estén domiciliados en su misma calle, incluso hayan adquirido la forma de uno de sus idolatrados vecinos, y hasta puede que aún no se haya enterado y usted sea un cocoon.
No existe un método efectivo para reconocer a los cocoon, pues, resulta raro atisbarlos, más difícil tropezárselos fuera de sus casas, y prácticamente misión imposible conversar con ellos. No van a preguntarle cómo está su suegra u opinar sobre el partido de ayer. Como se describe en www.cocoonzone.com, ellos no quieren socializar, sino obtener la paz mental y el bienestar personal mediante un nuevo estilo de vida, basado en retirarse, como monjas de clausura, a vivir detrás de los muros de sus casas, aislándose lo más posible del estrés oceánico y amenazador del mundo extramuros.
Procedente del inglés, la voz cocoon significa capullo y se pronuncia cocún. Aunque la palabreja sería una manera original (y hasta culta) de insultar a su prójimo, haciéndole creer que el nuevo corte de pelo le sienta fenomenal, su significado real alude al rampante aislamiento del individuo, sobre todo en las grandes ciudades de las naciones desarrolladas. La voz funciona como una metáfora: el cocoon es un capullo cerrado a la vida social, floreciendo sólo dentro del espacio más íntimo, su hogar.
Pariente próximo del agorafóbico, en el florecimiento del cocoon intervienen nuevos y diferentes factores. Para empezar, la fragancia del cocoonismo amenaza con impregnar al comprador de una vivienda. Como una cantidad sustancial de sus ingresos los destina a la hipoteca, pagar la casa ya no le cuesta un riñón, ni dos, sino la vida entera. Y como comprarla le sale tan caro, pero tan caro, el dueño a plazo fijo, como acto reflejo de disfrutar al máximo de lo que pagará hasta mudarse al Paraíso, comienza a cocoonear, pasando una cantidad anormal de su tiempo en casa. Por eso, el contrato social del cocoon es con su hogar, no con la sociedad.
El que Internet y otras tecnologías de la comunicación hayan acampado dentro de la vivienda favorece el cocoonismo. Hoy, es posible realizar cada vez más actividades fundamentales y cotidianas de la vida sin salir de casa. Los alimentos se compran en supermercados virtuales de empresas como Peapod. En diversos países, los sellos se imprimen en casa y el cartero ya no sólo entrega, también recoge paquetes a domicilio. Y mientras IKEA pregona que “el hogar es el lugar más importante del mundo”, Amazon y compañía venden libros, DVDs, ropa, electrodomésticos, arte, medicinas, mascotas… hasta en Ebay alguien subastó (¡y otro alguien compró!) un histórico fantasma, y una persona, no menos atrevida, intentó subastar a su suegra.
Gracias a Internet, sin ni siquiera asomarse a la mirilla de la puerta, uno lee el periódico, escucha la radio y ve la televisión en más lenguas de las que existían en tiempos de la Torre de Babel. Los grandes museos se pasean virtualmente y un número creciente de títulos educativos se ofrecen en línea. También, nacer, trabajar, divertirse y morir se están volviendo más caseros; en Holanda el 35 por ciento de los embarazos se alumbran en el hogar; en 2006, más de 30 millones de estadounidenses trabajaron al menos un día al mes desde su domicilio – cifra que hoy crece espoleada por la crisis económica; el 35 por ciento de los canadienses disfruta su tiempo de ocio solo y en casa; y empresas de Europa, Japón y Estados Unidos permiten gestionar la muerte propia desde Internet. Así, uno elige su ataúd, con un clic lo añade a la cesta virtual de la compra y, llegado el momento, se le entrega en casa bien empaquetado y listo para usar.
En vacaciones, el cocoon se hospeda en hoteles especializados en reproducir el aislamiento íntimo de su hogar. Cuando le invade la nostalgia por la vida social, puede cocoonear con otras personas, registrándose en una comunidad virtual (caso de las redes de socialización a la carta como Facebook) o, mejor, inventándose un avatar; la representación computerizada y, normalmente, mejorada de sí mismo.
El cocoon encarna la paradoja del mundo actual en el que, como colectivo, somos más conscientes de la individualidad conforme resulta más profundo nuestro aislamiento interior. Si en los años sesenta el objetivo vertebral era mejorar la sociedad, hoy es cuidarse a uno mismo. Como señalan los sociólogos Reidman, Coleman, Beck y Verdú, y el historiador Hobsbawm, los cambios socioeconómicos y culturales de la segunda mitad del siglo XX no sólo conllevaron la desintegración de los lazos comunales y su sustitución por el individualismo, además han desprovisto al «homo solitarius» de cualquier estigma social. El cocoon constituye el caso extremo. No puede ser una cara anónima entre la multitud porque se ha ausentado de la sociedad para ocuparse de sí mismo; y al no comportarse como un ser público, pues no se le ve ni se deja hablar, carece de estigma.
Descendiente bastardo del misántropo Alceste de Molière, biznieto del insociable des Esseintes de Huysmans y nieto de la sociedad de consumo tras la Segunda Guerra Mundial, el cocoon es un hijo peregrino del Primer Mundo post-industrial y globalizado; una quimera mezcla de agorafobia individualista y fetichismo por la domesticidad. Feliz dentro de su caverna digital, el cocoon, se ha convertido en un gourmet de su paraíso casero y, frente al ordenador, actúa como un dios telúrico, cuyo único contacto físico e ineludible con los mortales del mundo exterior se reduce a tocar el teclado.
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